Tuesday, June 22, 2010

EUTANASIA: TRES CASOS POSIBLES

Tres casos: una chica de 17 años traumatizada tras romper con su
novio y que toma sobredosis de analgésicos, una mujer de 45 años afectada
de cáncer de páncreas y cuyo marido le inyecta una dosis letal de morfina,
y un hombre de 64 años que devastado por el hundimiento de sus acciones
bursátiles se ahorca.
La joven es encontrada a tiempo y se le traslada al hospital; por
suerte no sufre daño hepático. La mujer con cáncer deja detrás un marido
desconsolado que, junto con esa pena, tiene que vivir el resto de su vida
con la culpabilidad de que él fue, en el fondo, quien mató a su querida
esposa. El hombre de 64 años, afectado por la crisis de 1987, era mi padre.
El primero es un intento de suicidio; el segundo, un suicidio asistido,
y el tercero, un suicidio consumado. Se dice que por cada suicidio hay una
media de ocho personas que quedan permanentemente dañadas. Yo soy una
de esas ocho. Dos décadas más tarde he concluido que el suicidio es -no
siempre, pero a menudo- un acto de angustia y venganza, y en último
término, de egoísmo. Puede aplicarse o no al corazón roto de la joven. Con
respecto a ella nos alegramos de que la encontraran y de que la curaran.
Una joven no tiene derecho a morir.
Pero, ¿y la mujer con cáncer? La respuesta puede parecer fácil. Pero,
¿cuánta gente que repite "sí, por supuesto, ella tiene derecho a morir" ha
acompañado a un ser querido durante una enfermedad larga e intensa?
Poner en acción este abstracto derecho a morir es a menudo
responsabilidad no de la persona sufriente, que suele estar demasiado
drogada para tomar una decisión racional, sino de un familiar, alguien que
le quiere mucho. Y no es una responsabilidad que se tome a la ligera.
Primero, porque asistir a alguien al suicidio es ilegal. Y más importante
aún: es una decisión con la que hay que cargar siempre.
¿Y el hombre de 64 años deprimido por sus pérdidas? ¿Tiene un
derecho a morir? No lo creo. He pasado muchos años pensando cómo
podría haber prevenido la muerte de mi padre. ¿Forzándole a ver a un
médico los odiaba- para que le recetara antidepresivos? ¿Y si le remitía a
un psiquiatra y éste le recomendaba monitorización continua ante el riesgo
de suicidio? ¿Le podríamos haber salvado de sí mismo? No lo sé. Pero
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sospecho que si alguien hubiera estado en casa de mi padre en el momento
oportuno y se hubiera cogido la mano y le hubiera dicho que le quería y
necesitaba, quizá aún podría estar vivo. También sospecho que él habría
querido esto último. Que le hubiera gustado conocer a sus cinco nietos.
A diferencia de mi padre, cuando a mi madre le tocó sufrir
intensamente se comportó de modo muy distinto. Cuando se le ofreció una
dosis letal que podría haberle ahorrado una cirugía cerebral a sus 8o años,
cortésmente aceptó el veneno, pero decidió no tomarlo. Ante la elección de
ser o no ser, eligió ser.
La frase derecho a morir es muy fácil de decir. En muchas
circunstancias parece lo más racional, incluso moral. Pero cuando intento
explicar a mis amigos la situación del empobrecido pueblo mexicano donde
viví durante unos años, estoy convencida de que me encontraría con
expresiones de completo aturdimiento. Su lucha por la vida es tan intensa
que la noción de derecho a morir escapa a su comprensión. Esa expresión
inquieta sobre todo en los países ricos y bien educados. Naturalmente, se
puede argumentar: porque somos ricos y estamos sanos, porque vivimos
más y porque tenemos acceso a terapias que curan, estamos también
confrontados con el problema de elegir cuándo acabar con nuestras vidas.
Pero considero que esta elección no es más que otro lujo del Primer
Mundo. Algo que se plantea como un símbolo de autodeterminación y
libertad pero que acaba paradójicamente siendo otra fuente de sufrimiento
(Gabrielle Carey. The Age, 11-V-2010. Traducido y publicado por DM, 28-
V-2010).

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