Saturday, February 09, 2013

DECLARACIÓN UNIVERSAL DERECHOS HUMANOS


Jesús Fernández-Pedrera Correa
El bien común y la declaración universal de derechos humanos
 
La lista de Derechos Humanos está abierta a las nuevas circunstancias sociales, avances científicos, etcétera, que pueden crear supuestos no contemplados con anterioridad
 
No podemos olvidar que el soporte de la mayoría no garantiza que lo decidido sea ético ni moral ni legítimo en ese sentido amplio de basado en la ética y en la moral (no de acorde con la ley) y en la propia esencia y sustrato del Estado. Por ejemplo, Hitler fue elegido por mayoría absoluta muy amplia, la cual elección no favoreció en absoluto al bien común, antes al contrario, como es bien sabido. Se precisan valores absolutos basados en el bien común.
Pero algunos dirán, “esos valores absolutos ya están identificados, y son los llamados Derechos Humanos”. Pues sí, realmente casi todo lo que se dice en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en posteriores declaraciones de derechos llamados de segunda generación, tercera... responden precisamente a los valores absolutos y basados en el Bien Común a los que nos hemos referido, y eso no es raro, puesto que su misma condición de absolutos hace que no los hayamos inventado, sino que estén ahí desde que el hombre es hombre. La lista de Derechos Humanos, o valores absolutos, no es numerus clausus, sino que está abierta a las nuevas circunstancias sociales, avances científicos, etcétera, que pueden crear supuestos no contemplados con anterioridad, siempre basados en el bien común.
 
Aun así y todo, es importante señalar, que dichos derechos y cualquier norma legal y actuación pública deben estar siempre informadas por el bien común, y serán de aplicación siempre que sea así y no de otro modo, y el control para saber si se están aplicando correctamente, lo determina el comprobar si son acordes en sus resultados al bien común, es decir, que deben ser examinados a la luz de su adecuación en cada caso al bien común.
 
Así, cualquier Constitución tendría que hacer referencia a que todas las leyes y actuaciones de los poderes públicos se deben basar en su adecuación al bien común y a los valores absolutos que de él se derivan, al ser el bien común la única razón de ser del Estado; y establecer, como hace la Constitución alemana en un supuesto no idéntico del todo, pero similar, el derecho a la resistencia si esto no fuera así.
Ese derecho a la resistencia está contenido también, sensu contrario, en el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”
 
Y del mismo modo, la citada Declaración Universal de DD.HH., en su Artículo 29.2, viene a afirmar, precisamente, que los DD.HH. son valores absolutos y que se basan en el bien común: “En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática.”
 
Sin embargo, no podemos dejar de manifestar que la Declaración Universal de Derechos Humanos, contiene dos errores y algo más que hay que precisar, a saber:
El Artículo 21.3 señala que “La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público…”.
 
Pues no. La base de la autoridad del poder público es su adecuación a la consecución del bien común, que es lo único que la legitima. Eso no significa que los poderes públicos no puedan ser elegidos por sufragio universal, sino que, independientemente del modo de su elección, que en cualquier caso debe ser democrática, se legitima su actuación por el hecho de estar basada “en” y orientada “al” bien común.
 
El Artículo 29.3 indica que “Estos derechos y libertades no podrán, en ningún caso, ser ejercidos en oposición a los propósitos y principios de las Naciones Unidas.”
¿Por qué no?. ¿En base a qué se limitan los derechos y libertades legítimas al arbitrio de los caprichos o devenires mudables de una organización cualquiera, aunque se trate de las Naciones Unidas?. Las Naciones Unidas no legitiman a nada ni a nadie por si. La legitimación de los derechos y libertades públicas está en su adecuación al bien común y los valores absolutos derivados de él. Lo contrario sería de nuevo gobernanza y globalización y tiranía, contra la que ya avisa el propio Jesucristo: “Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad.” (Marcos, 10, 42).
 
Nosotros sostenemos que los gobernantes y los poderosos no son los dueños de la nación, y que su autoridad sólo es la que esté basada en la consecución del bien común, y no en ninguna otra cosa.
 
Lo contrario sería la gobernanza y la globalización pretendida por la propia ONU (ver documento de UN en este sentido: “Our Global Neighborhood”), la Trilateral, etcétera.
 
Por otro lado, hay que precisar en lo referente, en la Declaración DDHH, al derecho a la propiedad privada:
 
“1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente.
 2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad.” (Artículo 17).
Si bien el punto segundo, sensu contrario, nos indica que se puede privar a alguien de su propiedad, siempre que no sea arbitrariamente (entendemos que sí se le puede privar por justa causa), conviene hacer la siguiente precisión:
 
A pesar del derecho a la propiedad privada, este no es un derecho absoluto en cualquier caso, puesto que hay que tener en cuenta que el mundo ha sido dado en usufructo a toda la humanidad, para que cada generación lo use para servirse de él y subvenir sus necesidades. Por tanto, toda persona humana tiene derecho a la utilización y apropiación de los recursos mínimos necesarios para su supervivencia digna, sin perjuicio del derecho ético de propiedad, cuyo alcance exponemos a continuación.
 
Lo dicho en el párrafo anterior en cuanto al derecho de uso y apropiación de los recursos mínimos necesarios para la supervivencia digna de cada ser humano y de los que de él dependen, no significa que tenga que hacerse un reparto igualitario de todos los bienes de la tierra, dando a cada persona una porción equivalente de los mismos, pues cada persona es diferente, y aún en el caso de repartirse por igual los bienes entre toda la humanidad, al cabo de unas horas ya habría algunos que tendrían mucho, y otros que no tendrían nada, aún sin mediar apropiaciones ilícitas, pues las capacidades del hombre son diversas en cada uno, ya que no somos clones, sino individuos.
 
Lo que indica el principio es que todos deben tener, como mínimo, lo necesario para su subsistencia digna, por supuesto contando con su esfuerzo personal en conseguirlo, mediante su trabajo. Pero si este no bastase o no se tuviese trabajo pese a buscarlo diligentemente, como hoy día sucede en muchas partes del mundo y aún en países del primer mundo; si no se tuviese lo mínimo para una subsistencia digna, propia y de los que dependen de uno mismo, como hijos menores o ancianos o enfermos incapacitados, por ejemplo; sería necesaria y obligatoria la redistribución de los bienes, o arbitrar soluciones que al cabo consisten en eso, por la que los que tienen más que lo mínimo para su subsistencia digna, aportaran justa y equitativamente bienes para subvenir a los necesitados.
 
Esto, obviamente, sería acorde al bien común. La hermosa película “El Violinista en el tejado”, que expone la realidad de una sociedad judía en su día a día, nos muestra como una sociedad humilde, atiende, sin embargo, a las necesidades del “pobre”, cuando el protagonista le da su ración de leche, igual que hace con todos los demás. Esa ración de leche le es debida al pobre en cualquier sociedad.
En cuanto a la colectivización de los bienes propugnada por el comunismo, la rechazamos por contraria al bien común precisamente, puesto que todas las experiencias en ese sentido han fracasado estrepitosamente, produciendo miseria en vez de bienestar.
 
Baste el ejemplo nada sospechoso de la comunidad primitiva primera de los cristianos de Jerusalén, quienes por amor y fraternidad, lo pusieron todo en común, y aun siendo honorables, sin que nadie robara ni se apropiara del fondo común, y nombrando administradores honrados (como es de ver en el testimonio histórico aportado por “Los Hechos de los Apóstoles”), aun así fracasó la experiencia de colectivización y los cristianos de Jerusalén se vieron en gran necesidad, precisando el auxilio de otras comunidades que no habían puesto en marcha ese sistema de colectivización de los bienes.
 
Los ejemplos de los países comunistas en su totalidad son negativos y productores de gran miseria para el pueblo. Otros ejemplos de colectivización absoluta como son los Kibutz o las comunas hippies, fracasaron también históricamente en cuanto a la puesta en común de todo.
 
El colectivismo comunista no tiene en cuenta la dignidad de la persona, y supedita la misma a la colectividad, sin tener en cuenta que la persona, su dignidad esencial y su individualidad, son anteriores y trascienden a la sociedad, que sólo es un medio de desarrollo de dicha dignidad e individualidad que la preceden.
 
Por tanto, por contrario al bien común, ese sistema no sirve, y el liberal-capitalista tampoco, porque bajo falsa apariencia de prosperidad, esconde grandes desigualdades y bolsas de hambre y miserias toleradas por el propio concepto de liberalismo, y, sobre todo, porque sus principios no se basan en la consecución del bien común, sino más bien en el principio de “tonto el último”, siendo lo habitual aquello por lo que muchos protestan hoy día, es decir, que se favorezca a grupos poderosos minoritarios y al capital en forma de grandes imperios financieros, y se deje desprotegido al pueblo, con evidente quiebra del principio de primacía e imperio del bien común.

LIMITES DE LA CONCIENCIA?


El Tribunal Europeo de Derechos humanos y los límites a la conciencia


La sección cuarta del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (ECHR) ha publicado una sentencia1 relativa a cuatro denuncias de ciudadanos británicos, todos cristianos, que argumentaban que su empleador no había respetado su libertad religiosa o que les había discriminado por sus creencias. En tres de los casos, dos relacionados con objeción de conciencia en torno al reconocimiento de las uniones homosexuales y otro relacionado con los símbolos religiosos, los jueces han dado la razón al Estado británico. En el otro, también referido al uso de símbolos religiosos, ha fallado a favor de la litigante.
Crucifijo sí, crucifijo no
Las denuncias de Nadia Eweida y de Shirley Chaplin tienen en común el motivo pero no el veredicto. En el primer caso, el ECHR ha dado la razón (cinco votos a dos) a una trabajadora de British Airways que en septiembre de 2006 fue suspendida de empleo y sueldo por negarse a esconder el crucifijo que llevaba al cuello (las normas de la compañía no permitían ningún tipo de colgante). Un mes más tarde, la empresa ofreció a Eweida un puesto en el departamento administrativo, con el mismo salario pero sin contacto directo con el cliente, que ella rechazó. Finalmente, en febrero de 2007 el código de vestimenta cambió y Eweida fue readmitida.

Los jueces dan la razón a la empleada de British Airways que quería llevar un discreto crucifijo al cuello
Ahora, el ECHR obliga a la compañía aérea a pagar 32.000 dólares a Eweida, como compensación por los costes de los sucesivos litigios, el sueldo que dejó de percibir y los daños no pecuniarios ocasionados. Además de establecer la primacía del derecho a la libre expresión de las creencias religiosas, la sentencia señala que el crucifijo era lo suficientemente discreto como para no colisionar con la imagen profesional de la trabajadora.
En el caso de Shirley Chaplin (entonces enfermera en un hospital público) el tribunal considera por unanimidad que sobre la libertad de expresión religiosa de la demandante priman las razones de salud esgrimidas por la empresa: es decir, que el crucifijo, al igual que el resto de los colgantes prohibidos, podía dañar a algún paciente o a la propia enfermera. Además, los directivos del hospital dieron a Chaplin la posibilidad de sustituir el colgante con la cruz por un broche con la misma forma y tamaño. De ahí que los jueces entiendan, con sentido común, que no ha habido violación del derecho de la denunciante a manifestar externamente sus creencias.
Aunque esto es cierto, también se puede objetar que el argumento empleado por el tribunal (“el equipo médico conoce mejor que nosotros la peligrosidad del crucifijo”) supone dar por sentado que las motivaciones del hospital para prohibir el crucifijo fueron estrictamente médicas, lo que constituye el meollo de la demanda.
La tolerancia como fuente de discriminación
Los otros dos casos juzgados, aunque también atañen a los artículos de la Convención Europea de Derechos Humanos relacionados con la libertad religiosa, no se refieren al derecho a la manifestación pública de las creencias, sino a la objeción de conciencia.

Niega su amparo a la funcionaria que no quería intervenir en el registro de uniones civiles de parejas homosexuales
Lillian Ladele era una de las funcionarias encargadas del registro civil en un distrito municipal de Islington (Londres). Había hecho su trabajo sin problemas durante muchos años hasta que el Parlamento creó las uniones civiles para personas del mismo sexo. Ladele se negó a oficiar ese tipo de uniones porque consideraba que la ley las equiparaba con el matrimonio, lo que era contrario a sus convicciones. En vez de permitir que esas uniones fueran atendidas por otro de los funcionarios del registro, el Ayuntamiento despidió a Ladele.
El Tribunal da la razón al Ayuntamiento. El propósito de la ley era evitar la discriminación contra los homosexuales, lo cual da al Ayuntamiento un derecho que, según el Tribunal, está por encima del derecho de la funcionaria a la libertad religiosa. En vez de buscar una acomodación entre ambos derechos –lo cual era posible–, el Tribunal se inclina por dar primacía a uno.
Dos jueces discrepantes, Vucinic y De Gaetano, entienden que Ladele, que se negó a oficiar uniones civiles entre homosexuales, actuó por un juicio de su conciencia, aunque además sus creencias religiosas fortalecieran su decisión. Citando al cardenal Newman, recuerdan que los dictados de la conciencia, siempre que sean genuinos, suponen una obligación moral para el individuo, pero también obligan a las autoridades.
Según Vucinic y De Gaetano, la decisión de Ladele cumple con todos los requisitos para considerarse un caso de objeción de conciencia, pues “implicaba un nivel de coherencia, seriedad, contundencia e importancia que merece la protección de la autoridad”.
Sin embargo, el municipio donde Ladele trabajaba como oficial (y después la mayoría del tribunal del ECHR) valoró más los valores “tolerantes” de las políticas locales que la conciencia de la demandante, contradiciendo de hecho su propósito de “respetar la dignidad de todos”. Como señalan los jueces discrepantes, “en vez de practicar la tolerancia y la dignidad para todos que predicaba, el municipio de Islington siguió la vía doctrinaria, la de la obsesión por la corrección política”.
Por otro lado, Vucinic y De Gaetano recuerdan que cuando Ladele empezó a trabajar en dicho municipio no podía saber que tendría que oficiar enlaces entre homosexuales. Esto es lo que distingue su caso del de Gary McFarlane, el cuarto demandante.
Margen de apreciación de los Estados
McFarlane entró a trabajar en Relate, una empresa dedicada a la terapia familiar y de pareja, cuando esta compañía ya había abierto sus consultas a las parejas homosexuales. A ojos de los dos jueces, esto priva al demandante de poder acogerse a la objeción de conciencia: “es como si alguien que se presenta voluntario al ejército pidiera después ser eximido de la lucha en el campo de batalla por razones de conciencia”.
No obstante, no están de acuerdo con el argumento (empleado por la mayoría del tribunal y presente en la sentencia) de que la sentencia de los tribunales británicos contra McFarlane es justa porque “entra dentro del amplio margen de apreciación que tienen los estados para sopesar el derecho a la manifestación de las creencias religiosas, por un lado, y el de la empresa que busca asegurar los derechos de terceras personas, por otro”.
Para empezar, no se trata de manifestar creencias religiosas, sino de cumplir con un deber de conciencia. Además, si el juicio de la conciencia es genuino, el Estado no tiene ningún margen para “sopesar”. Se podrá negar el derecho a la objeción de conciencia a McFarlane por no haberse enterado de en qué empresa entraba, pero no porque la autoridad tenga un cierto margen para violentar las conciencias.
La sentencia todavía puede ser recurrida en los próximos tres meses, en cuyo caso se remitirá a una comisión de cinco jueces para que evalúen si el caso merece ser revisado por la gran cámara del ECHR.