Sunday, February 24, 2008

EL PODER DE LA CIENCIA Y DIGNIDAD VIDA HUMANA

Junto con el notable avance de la ciencia, se ha introducido también una corriente ideológica que pretende explicar todos los comportamientos humanos en términos puramente científicos. Se trata de un materialismo que puede tener, a la larga, efectos devastadores sobre el hombre. En una conferencia organizada por el Manhattan Institute, de la que seleccionamos unos párrafos, Leon R. Kass, ex presidente del Consejo de Bioética del Presidente de EE.UU., explicó este fenómeno y señaló que la filosofía y la religión son el mejor contrapeso.

En estos tiempos, defender la dignidad de la vida humana no es cosa de broma. Entre las amenazas actuales a nuestra condición humana, las más profundas vienen del ámbito más inesperAlmudi.org - Leon R. Kassado: nuestras maravillosas y muy humanas ciencia y técnica biomédicas. El poder que nos otorgan para modificar el funcionamiento de nuestros cuerpos y de nuestras mentes se está empleando ya para fines que exceden la terapia, y quizá pronto se podrá usar para transformar la misma naturaleza humana. En el curso de nuestra vida ya hemos visto cómo las nuevas tecnologías biomédicas han alterado profundamente las relaciones naturales entre sexualidad y procreación, identidad personal y corporalidad, capacidades humanas y logros humanos. La píldora, la fecundación in vitro, alquiler de úteros, clonación, ingeniería genética, trasplante de órganos, prótesis mecánicas, drogas para aumentar el rendimiento, implantes electrónicos en el cerebro, Ritalin para los jóvenes, Viagra para los viejos, Prozac para todos. Aunque casi no nos hemos dado cuenta, el tren al deshumanizado Mundo feliz de Huxley ha partido ya.

Lo que está en juego

Pero bajo los graves problemas éticos que plantean estas nuevas biotecnologías yace una cuestión filosófica más profunda, que pone en peligro nuestro concepto de quiénes y qué somos. Las ideas y descubrimientos científicos acerca del hombre y la naturaleza, perfectamente aceptables y en sí mismos inocuos, están siendo reclutados para una batalla contra nuestras enseñanzas morales y religiosas tradicionales, y aun contra nuestra forma de entendernos a nosotros mismos como criaturas dotadas de libertad y dignidad.

Ha surgido una fe cuasi religiosa –me permito llamarla “cientificismo sin alma”– que cree que nuestra nueva biología puede desvelar por completo el misterio de la vida humana, ofreciendo explicaciones puramente científicas del pensamiento, el amor y la creatividad humanos, de la conciencia moral e incluso de nuestra fe en Dios. La amenaza a nuestra condición humana proviene hoy no de la creencia en la transmigración de las almas en la vida futura, sino de la negación del alma en esta vida; no de que se crea que tras la muerte los hombres pueden convertirse en búfalos, sino de que se niega toda diferencia real entre unos y otros.

Todos los amantes de la libertad y la dignidad del hombre –incluidos los ateos– debemos comprender que nuestra humanidad está en peligro.

La ciencia es más modesta

En primer lugar, tenemos que distinguir entre la presuntuosa fe del cientificismo contemporáneo y la ciencia moderna como tal, que empezó siendo una empresa más modesta. Aunque los fundadores de la ciencia moderna querían obtener conocimientos útiles para la vida mediante conceptos y métodos nuevos, comprendían que la ciencia nunca ofrecería un conocimiento completo y absoluto de la vida humana en su totalidad: por ejemplo, del pensamiento, el sentimiento, la moral o la fe.

Eran conscientes –y nosotros tendemos a olvidarlo– de que la racionalidad de la ciencia es sólo una racionalidad concreta y muy especializada, inventada para obtener únicamente el tipo de conocimiento para el que fue concebida, y aplicable solo a aquellos aspectos del mundo que pueden ser captados con las nociones abstractas de la ciencia. La razón peculiar de la ciencia no es, ni nunca se pretendió que fuera, la razón natural de la vida ordinaria y la experiencia humana. Tampoco es la razón de la filosofía ni del pensamiento religioso.

Así pues, la ciencia no pretende conocer los seres o su naturaleza, sino solo las regularidades de los cambios que sufren. La ciencia pretende conocer sólo cómo funcionan las cosas, no qué son y por qué existen. Nos da la historia de las cosas, pero no sus tendencias ni finalidades. Cuantifica determinadas relaciones externas de un objeto con otro, pero no puede decir nada en absoluto sobre sus estados internos, no sólo en el caso de los seres humanos, sino en el de cualquier criatura viva. Muchas veces, la ciencia puede predecir lo que ocurrirá si se dan ciertas perturbaciones, pero evita explicar los fenómenos en términos de causas, especialmente de causas últimas.

Fenómenos cerebrales

Las explicaciones de los fenómenos vitales o incluso psíquicos que ofrece el nuevo materialismo no dejan lugar para el alma, entendida como principio interno de vida. Se dice que los genes determinan el temperamento y el carácter. Las explicaciones mecanicistas de las funciones cerebrales parecen hacer superfluas las nociones de libertad e intencionalidad humana. Los estudios del cerebro mediante neuroimagen pretenden explicar cómo formamos los juicios morales. Una explicación totalmente externa de nuestro comportamiento –el grial de la neurociencia– reduce la relevancia de nuestra interioridad percibida. El sentimiento, la pasión, la conciencia, la imaginación, el deseo, el amor, el odio y el pensamiento son, desde el punto de vista científico, meros “fenómenos cerebrales”. Hay incluso quienes dicen haber hallado en el cerebro humano el “módulo de Dios”, a cuya actividad atribuyen las experiencias religiosas o místicas.

¿Qué sentido tienen nuestras preciadas ideas de libertad y dignidad frente a la noción reduccionista del “gen egoísta” o la creencia de que el ADN es la esencia de la vida, o la doctrina de que todo el comportamiento humano y toda la riqueza de nuestra vida interior se pueden explicar como fenómenos exclusivamente neuroquímicos y por su contribución al éxito reproductivo?

Naturalmente, ni el reduccionismo, ni el materialismo ni el determinismo aquí expuestos son nuevos: ya los combatió Sócrates hace mucho tiempo. Lo nuevo es que esas filosofías parecen estar avaladas por el progreso científico. Aquí, pues, estaría el efecto más pernicioso de la nueva biología, más deshumanizador que cualquier efectiva manipulación tecnológica presente o futura: la erosión, tal vez la erosión definitiva, de la idea del hombre como ser noble, digno, valioso y semejante a Dios, y su sustitución por una concepción del hombre, no menos que de la naturaleza, como simple materia prima para manipular y homogeneizar.

El hombre, más que materia

El nuevo cientificismo no sólo destierra al alma de su visión de la vida: muestra un desprecio desalmado por los aspectos éticos y espirituales del animal humano. Pues de todos los animales, somos los únicos que emitimos juicios morales, los únicos que nos interesamos por cómo hemos de vivir. De todos los animales, somos los únicos que nos preguntamos no solo “¿qué puedo saber?”, sino además “¿qué debo hacer?” y “¿qué puedo esperar?”. La ciencia, pese a los grandes servicios que ha prestado a nuestro bienestar y nuestra seguridad, no puede ayudarnos a satisfacer esos grandes anhelos del alma humana.

Como es bien sabido, la ciencia, por su propia índole, es moralmente neutra, no dice nada sobre la distinción entre lo mejor y lo peor, el bien y el mal, lo noble y lo abyecto. Y aunque los científicos esperan que el uso que se hará de sus descubrimientos será, como profetizó Francis Bacon, gobernado con caridad, la ciencia no puede hacer nada para asegurarlo. No puede proporcionar criterios para orientar el uso del impresionante poder que pone en manos humanas. Aunque persigue el saber universal, no tiene réplica al relativismo moral. No sabe qué es la caridad ni lo que la caridad exige, ni siquiera si la caridad es buena y por qué. ¿Qué nos quedará entonces, moral y espiritualmente, si el cientificismo sin alma consigue derrocar nuestras religiones tradicionales, nuestras concepciones heredadas de la vida humana y las enseñanzas morales que dependen de ellas?

Un progreso científico ciego

En ningún ámbito será esa falta más vivamente sentida que en relación con las propuestas de usar el poder biotecnológico para fines que exceden la curación de enfermedades y el alivio del sufrimiento. Nos prometen mejores hijos, mayor rendimiento, cuerpos siempre jóvenes y almas felices, todo gracias a las biotecnologías “perfectivas”. Los bioprofetas nos dicen que estamos en camino hacia una nueva fase de la evolución, hacia la creación de una sociedad posthumana, una sociedad basada en la ciencia y levantada por la tecnología, una sociedad en que las doctrinas tradicionales sobre la naturaleza humana quedarán anticuadas y las enseñanzas religiosas sobre cómo debemos vivir serán irrelevantes.

Pero ¿qué servirá de guía para tal evolución? ¿Cómo sabremos si las llamadas mejoras lo son realmente? ¿Por qué los seres humanos tendríamos que aceptar ese futuro posthumano? El cientificismo no puede responder estas preguntas morales decisivas. Sordo a la naturaleza, a Dios, e incluso a la razón moral, no puede ofrecernos criterios para juzgar si el cambio es progreso, ni para juzgar nada. En cambio, predica tácitamente su propia versión de la fe, la esperanza y la caridad: fe en la bondad del progreso científico, esperanza en la promesa de superar nuestras limitaciones biológicas, caridad que promete a todos liberarnos definitivamente –y trascender– nuestra condición humana. Ninguna fe religiosa se apoya en fundamento tan endeble.

¿Seremos capaces de luchar contra el mensaje deshumanizador y la ruina moral del cientificismo sin alma? Contamos con buenos argumentos filosóficos para rebatir las doctrinas sin alma del cientificismo y con ennoblecedoras verdades escriturísticas para alimentar el alma humana. Unos y otras hacen posible una defensa humana de lo humano. Ofreceré algunos elementos de esa defensa, comenzando por el lado filosófico.

Primero, pese a lo que sostiene el cientificismo, nuestros orígenes por evolución no refutan la verdad de nuestra singularidad humana. La historia de cómo llegamos a ser no puede sustituir el conocimiento directo del ser que ha llegado a ser. Para conocer al hombre, debemos estudiarlo como es y por lo que hace, no por cómo llegó a ser así. Para entender nuestra naturaleza –lo que somos– o nuestro puesto entre los seres, no importa si salimos del limo primordial o de la mano de Dios creador: aunque tengamos monos entre nuestros ancestros, lo que ha surgido no es meramente simiesco.

Segundo, con respecto a nuestra interioridad, libertad e intencionalidad, hemos de remitirnos a nuestra conciencia. Pues aunque los científicos “probaran” a su satisfacción que la interioridad, la conciencia y la voluntad humana son ilusorias –epifenómenos de la actividad cerebral en el mejor caso–, o que lo que llamamos amar, desear o pensar son meras transformaciones electroquímicas de la materia cerebral, no deberíamos hacerles caso, y con razón.

El testimonio con que la vida se revela al viviente por su propia actividad vital es más inmediato, convincente y fiable que las explicaciones abstractas que difuminan la experiencia vivida identificándola con alguna mutación corporal. El niño más sencillo conoce el rojo y el azul con más seguridad que un físico ciego con sus espectrómetros. Y cualquiera que haya amado alguna vez sabe que el amor no puede reducirse a neurotransmisores.

Tercero, la verdad y el error, no menos que la libertad y la dignidad humana, se convierten en nociones vacías cuando se reduce el alma a química. Aun la propia ciencia se torna imposible, pues la posibilidad misma de la ciencia depende de la inmaterialidad del pensamiento y de la independencia de la mente con respecto al bombardeo de la materia. En otro caso, no hay verdad, solo hay “me parece”. No solo la posibilidad de distinguir la verdad del error, sino también las razones para hacer ciencia se basan en una visión de la libertad y la dignidad humanas que la ciencia misma no puede reconocer. La admiración, la curiosidad, el deseo de no engañarse y un espíritu filantrópico son condiciones indispensables del empeño científico moderno. Todas ellas son distintivas del alma humana viva, no del cerebro disecado.

Los recursos religiosos

Una crítica filosófica del cientificismo puede devolvernos nuestras almas y restaurar la singularidad humana. Pero la filosofía sola no puede colmar los anhelos del alma o satisfacer su búsqueda de sentido. Para obtener tal alimento debemos acudir a otras fuentes, especialmente la Biblia. La Biblia ofrece una profunda enseñanza sobre la naturaleza humana, pero –a diferencia de la ciencia– la pone en relación con los deseos e inquietudes más profundos del hombre.

Por distintas razones, hemos de acudir primero al majestuoso comienzo de la Biblia, la historia de la creación en Génesis 1, que –como era de esperar– es la principal diana del cientificismo sin alma. Génesis 1 no es un relato histórico o científico aislado de lo que ocurrió y cómo sucedió, sino más bien el impresionante preludio de una extensa y completa enseñanza sobre cómo debemos vivir. La Biblia se dirige a nosotros no como si fuéramos observadores racionales e imparciales, movidos ante todo por la curiosidad, sino como seres humanos existencialmente implicados cuya necesidad primera y principal es encontrar sentido al mundo y a la tarea que en el mundo les compete. La primera pregunta humana no es “¿cómo llegó a ser esto?” ni “¿cómo funciona?”, sino “¿qué significa todo esto” y, en especial, “¿qué he de hacer aquí?”.

Las concretas afirmaciones del relato bíblico de la creación comienzan a nutrir los anhelos profundos que el alma tiene de respuestas a esas preguntas. El mundo que ves a tu alrededor, tú mismo, está ordenado y es inteligible, es un todo articulado que comprende distintas especies. El orden del mundo es tan racional como las palabras con que lo describes. Más importante aún: este orden inteligible de criaturas sirve principalmente para demostrar que, contra la opinión nacida de la experiencia humana no ilustrada, el sol, la luna y las estrellas no son divinos, pese a su belleza y potencia sempiternas, y la majestuosa perfección de sus movimientos. Además, el ser es jerárquico, y el hombre es la más alta de las criaturas, más alta que los cielos. Es el único ser que es imagen de Dios.

Las verdades de la Biblia

Estas verdades evidentes no se basan en la autoridad de la Biblia. Más bien, el texto bíblico nos permite confirmarlas mediante un acto de reflexión. Nuestra lectura de este texto, que solo puede estar dirigido a nosotros los seres humanos y solo para nosotros es inteligible, y nuestras reacciones ante él, que solo pueden darse en nosotros los humanos, bastan para probar la afirmación, que el texto hace, de nuestra superior posición. Esto no es un prejuicio antropocéntrico, sino una verdad cosmológica. Y nada que la ciencia nos pueda enseñar sobre cómo llegamos a ser así podría nunca tornarla falsa.

Además de alzar un espejo en que vemos reflejada nuestra especial posición en el mundo, Génesis 1 ciertamente nos enseña la prodigalidad del universo y su hospitalidad para acoger la vida terrestre. También sabemos de la mejor fuente que el todo –el ser de todo lo que existe– es “muy bueno”: “Y Dios vio todo lo que había hecho, y he aquí que era muy bueno” (Gn 1, 31).

La Biblia enseña aquí una verdad que no puede ser conocida por la ciencia, aunque es la base de la posibilidad misma de la ciencia, y de todo lo demás que estimamos. Es verdaderamente muy bueno que haya algo en vez de nada. Es verdaderamente muy bueno que este algo esté inteligiblemente ordenado, en lugar de ser oscuro y caótico. Es verdaderamente muy bueno que el todo incluya un ser que puede no sólo discernir el orden inteligible sino reconocer que “es muy bueno”, que pueda apreciar que hay algo en vez de nada y que él mismo existe y tiene la capacidad reflexiva de celebrar estos hechos con la misteriosa fuente del ser mismo.

El primer capítulo del Génesis nos invita a escuchar una voz trascendente. Responde a la necesidad humana de saber no sólo cómo funciona el mundo sino también para qué estamos aquí. Las verdades que nos muestra hablan de modo más profundo y permanente a las almas de los hombres que cualquier doctrina científica o de fe. Mientras entendamos nuestras grandes religiones como las encarnaciones de tales verdades, los amigos de la religión no tendremos nada que temer de la ciencia, y los amigos de la ciencia que aún no hemos perdido el sentido de nuestra humanidad no tendremos que temer nada de la religión.

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Leon R. Kass, doctor en Medicina y en Bioquímica, miembro del American Enterprise Institute, presidió (2002-2005) el President’s Council on Bioethics, órgano asesor del presidente de Estados Unidos. Es autor de varios libros, entre ellos Life, Liberty and the Defense of Dignity: The Challenge for Bioethics y El alma hambrienta.

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