Europa es el resultado de una doble
herencia: la filosofía griega y la religión cristiana. Europa no las ha creado
sino que se ha creado a sí misma como heredera de ellas. Atenas y Jerusalén, es
decir, quizá, Roma. Pero, ¿qué sucedería si Atenas y Jerusalén fueran
incompatibles? Existiría, entonces, una tensión irresoluble en el seno del
espíritu europeo, acaso una imposibilidad.
En un ciclo de conferencias dictado en la
década de 1950 en la Universidad de Chicago, Leo Strauss defendió la tesis de
esta incompatibilidad, a partir del análisis de la noción hebrea de retorno. El
progresismo no ve en el comienzo sino imperfección o barbarie. Pero para el
judaísmo, el pasado es superior al presente. El mal ha surgido del abandono de
la senda derecha. Es preciso regresar al pasado, al momento en el que aún no se
había roto la alianza con Dios. De ahí, también la idea del paraíso perdido.
Según Strauss, la palabra «progreso» ha desaparecido casi por completo de la
literatura seria. La crisis de la civilización occidental va unida al paroxismo
de la crisis de la idea de progreso. «El hombre moderno es un gigante ciego».
La civilización occidental tiene, pues,
dos raíces: la Biblia y la filosofía griega. El racionalismo moderno rechazó la
teología bíblica, pero pretendió preservar, de alguna manera, la moralidad
bíblica. Se guardaron las apariencias durante un tiempo pero se derrumbaron
estrepitosamente al declinar el siglo XIX, cuando Nietzsche sentenció que la
empresa moderna de preservar la moralidad bíblica, mientras abandonaba la fe,
era imposible. Así comenzó la pérdida del prestigio de la noción de una
moralidad racional. La crisis de la modernidad conduce a pensar que es necesario
retornar a los principios originarios de la civilización occidental, es decir,
a la civilización occidental en su integridad premoderna. Pero aquí adviene,
para Strauss, una dificultad enorme, insalvable. Las dos raíces de Europa,
Atenas y Jerusalén, se contradicen de manera fundamental. Mientras que para la
filosofía griegalo esenciales una vida conforme a un entendimiento autónomo, lo
único necesario para la Biblia es una vida de amor obediente. No existiría
forma de conciliar la vida como investigación en busca de la verdad con la vida
como escucha de la palabra de la verdad. No sería posible la armonía entre la
razón y la fe. Ha habido, sin duda, intentos de síntesis entre ambas, pero el
equilibrio perfecto entre ellas es imposible. Incluso lo es una modera-da
transacción. Coinciden, sí, en algo negativo, en su oposición a los elementos
fundamentales de la modernidad. Coinciden también, y esto es ya algo positivo,
en asignar el más elevado lugar entre las virtudes a la justicia en lugar de al
coraje o a la hombría. Strauss entiende la justicia como la obediencia a la ley
divina. Este, el ámbito de la ley divina, le parece el terreno común de la
Biblia y de la filosofía griega. El problema es que ambas la entienden de
manera opuesta. Por mencionar un ejemplo, la humildad bíblica excluye la
magnanimidad en sentido griego. Además existe un antagonismo de orden más
profundo. Como lo formuló Maimónides, mientras la filosofía enseña la eternidad
del mundo, la Biblia enseña la creación a partir de la nada.
Esta es la conclusión de Strauss: «Así que
la filosofía, en su sentido original y completo es, ciertamente, incompatible
con el modo bíblico de vida. La filosofía y la Biblia son las alternativas, o
los antagonistas en el drama del alma humana. Cada uno de los dos antagonistas
reclama conocer o poseer la verdad, la verdad decisiva, la verdad relativa al
modo correcto de vida. Pero sólo puede haber una verdad: de aquí el conflicto
entre estas pretensiones; y esto significa, inevitablemente, controversia. Cada
uno de los oponentes ha intentado, durante milenios, refutar al otro. Este
esfuerzo continúa hoy en día y, de hecho, está ganando una nueva intensidad
después de algunas décadas de indiferencia».
La historia espiritual de Occidente es el
conflicto entre la noción bíblica y la filosófica de la vida buena. Este es
también el secreto de la vitalidad de nuestra civilización. No existe ninguna
razón por la que tenga que extinguirse. Es posible vivir sumidos en este
conflicto. Nadie puede ser, a la vez, filósofo y teólogo, ni elaborar una
síntesis entre filosofía y teología. «Pero cada uno de nosotros puede ser, y
debería ser, el filósofo abierto al reto de la teología o el teólogo abierto al
desafío de la filosofía».
¿Es esto cierto? ¿No cabe una armonía
entre ellas, aunque sea limitada o precaria? ¿No hay una posibilidad de
síntesis? ¿Acaso no la ha habido ya? ¿No será, tal vez, cierto lo que afirma
Strauss entre judaísmo y filosofía, pero no entre cristianismo y filosofía? ¿No
está, tal vez, la síntesis en Roma?
El profesor francés RémiBrague, en su
libro Europa. La vía romana, publicado en 1992, considera que el rasgo
definitorio de Europa es la romanidad, la latinidad. Europa se distingue de lo
que no es ella por el carácter «latino» o «romano» de su relación con las
fuentes de las que bebe. Europa no es sólo griega ni sólo hebraica; es también
decididamente romana. Atenas y Jerusalén, sin duda. Pero también, y
decisivamente, Roma. «Pretendo, más radicalmente, que nosotros no somos ni
podemos ser griegos y judíos más que porque primero somos romanos ». La actitud
romana consiste en que, más que inventar, conserva y renueva lo antiguo. «Ser
“romano” es tener, aguas arriba de sí, un clasicismo que imitar y, aguas abajo,
una barbarie que someter». Roma es un esfuerzo por remontarse a un pasado que
nunca ha sido el suyo. Por eso no sería imposible que Roma no estuviera ya en
Roma sino en cualquier otro lugar en el que se mantenga esa relación romana con
la tradición. Así, podría ser que algunos «no europeos», adoptando la actitud
romana, lleguen algún día a ser más europeos que los que se creen ya serlo. Y
concluye con una tesis sutil: el cristianismo es más la forma que el contenido
de la cultura europea. Y por eso los esfuerzos a favor de él no tienen nada de
partidario o interesado. Defender el cristianismo es defender el conjunto de la
cultura europea, su forma esencial y radical.
En definitiva, si el cristianismo es la
religión del logos, la tesis de Leo Strauss podría ser superada, ya que su
validez sólo afectaría al conflicto entre el judaísmo y la filosofía, pero
Europa es algo más que ese conflicto; es romana. No tiene por qué haber
incompatibilidad entre una actitud de amor obediente y la búsqueda personal de
la verdad. Incluso acaso sean la misma cosa. Quizá entonces sólo la vía romana
permitiría a ese gigante ciego que es el hombre moderno recuperar la visión, la
luz, la claridad, la verdad.
Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho.
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