Monday, March 16, 2009

CULTURA DE LA MUERTE

José Rafael Sáez March
Licenciado en Pedagogía. Psicopedagogo de Menores y Profesor de la UCV

La llamada “cultura de la muerte”, es una realidad que se ha implantado en la sociedad occidental posmoderna, por mucho que sus partidarios y constructores lo nieguen y no acepten tal denominación. Es irrefutable que nunca antes se había promovido la legalización de tantas prácticas destructoras de vidas humanas: aborto, eutanasia, manipulación de embriones… No es que el aborto o la eutanasia sean algo nuevo bajo el sol. Lo que sí es una espantosa novedad es que, pese a la paulatina evolución de la sociedad hacia la estima del derecho a la vida, ahora se reivindiquen tales barbaridades como legítimos derechos y se legalicen.

Existe un pequeño pero poderoso lobby pro-muerte, autoproclamado como progresista y avalado por el certificado de lo políticamente correcto. Un “progresismo” que es “regresismo”, puesto que anula algunos grandes logros de nuestra civilización y nos devuelve a estados de barbarie ya superados. Es triste y paradójico que, en la misma sociedad que tanta sensibilidad muestra frente a otros atentados a la vida, con sus “no a la guerra”, “no a la pena de muerte”, “no al comercio de armas” o “contra la violencia de género, tolerancia cero”, se esté extendiendo tal desprecio a la vida de los más inocentes e indefensos. Una incoherencia que vuelve a cuestionar el valor inviolable de toda vida humana.

¿Por qué este sinsentido? Profundicemos un poco en esa “cultura de la muerte”, en busca de sus causas, porque son éstas las que hay que abordar de forma preferente para rehacer una “cultura de la vida”. El activismo pro-vida anda empeñado –yo mismo colaboro todo lo que puedo– en luchar contra las tropelías que esta cultura destructiva inventa día tras día. Todo esto es necesario, sin duda alguna. Sin embargo, tanto esfuerzo parece chocar con un impenetrable muro de cemento armado, con un parapeto de conciencias endurecidas y embotadas, empecinadas en matar más y mejor, sin querer ver ni oír nada que pueda cuestionar sus posturas y odiando a muerte (o casi) a quienes se les oponen.

Esto sucede porque el aborto, la eutanasia o la manipulación, congelación y destrucción de embriones y demás prácticas anti-vida, son los síntomas externos de una grave enfermedad interna, de una epidemia social que, como las infecciones virales, no remite con remedios sintomáticos. Sin destruir el virus que la provoca, podemos pasarnos toda la vida luchando contra la sintomatología del problema, logrando quizá algunos valiosos éxitos pasajeros, pero sin poder evitar que vuelvan a aflorar una y otra vez. Es fácil explicar la etiología de esta homicida cultura por la mera concurrencia de intereses económicos, pero estos intereses sin escrúpulos no son más que otros síntomas de esa misma patología psicosocial.

El origen profundo de la cultura de la muerte no es otro que el resultado final del ejercicio generalizado del más grave de cuantos errores humanos existen, el padre de todos los demás errores, muy bien explicitado en primer libro de la Biblia bajo el concepto de “pecado original”, que consiste en reclamar para sí mismo la autonomía moral. Los postulados esenciales de este necio y soberbio desvarío son: “Ni Dios, ni ley natural, ni moral revelada, ni principios universales, ni otra norma de conducta exterior a mí que no sean las leyes positivas que elaboremos a nuestra conveniencia. Mi vida es mía, mi cuerpo es mío, yo decido sobre el bien y el mal, sobre la vida y la muerte”. En resumen: “YO SOY DIOS”.

El Hombre moderno, que se erigió a sí mismo como centro y medida de todas las cosas, apartando a Dios y colocándose en su lugar, en la posmodernidad ha acabado sin Dios y sin el Hombre. El vacío de Dios, que pretendía suplir con su razón, ha terminado siendo ocupado por el instinto. Expulsado Dios, caídas las ideologías sustitutivas y desacreditado el poder de la ciencia y la tecnología para proporcionarnos una vida plena en un mundo mejor, la Humanidad se ha lanzado a una carrera desenfrenada en pos del bienestar material y el placer hedonista, muy bien aprovechada, publicitada y surtida por un consumismo feroz. La insatisfacción profunda nos ha convertido en cazadores compulsivos de estímulos fáciles y en depredadores de todo aquello que amenace nuestro efímero “bienestar”.

El problema es que, nos pongamos como nos pongamos, NO SOMOS DIOS. El Hombre ha intentado serlo, ha tratado de orientarse por sus propias luces y deseos y lo ha estropeado todo: Nuestro planeta está moribundo, no hemos eliminado la violencia, ni las guerras, ni el hambre, ni la incultura, ni la injusticia, ni la desigualdad, ni apenas nada. Hemos logrado un avance tecnológico vertiginoso y deslumbrante, que no ha hecho más que crearnos nuevas necesidades de consumo. El homo sapiens se ha convertido en un minimalista homo œconomicus, encandilado con su injusto, insolidario e indecente “paraíso” material pequeño-burgués, ahora en lógica y justa crisis. Hemos metido la pata hasta el fondo.

No somos Dios, evidentemente. Pero somos criaturas hechas a su imagen y semejanza. Dios es amor y nos ha creado por amor y para el amor. Ese es nuestro diseño original, nuestra identidad y nuestra razón de ser. Toda persona, atea, creyente o agnóstica, hasta la más degenerada, lleva impreso en su ser que no puede vivir sin amor y sin amar. Desechada la relación con Dios, quien nos da el ser amándonos sin condiciones y, por eso mismo, hace posible que podamos amar, sólo queda el insoportable absurdo de la soledad existencial absoluta, que es el infierno. El otro se convierte en aquel “que nos roba el ser”, como decía Sartre y “el hombre es el lobo para el hombre”, como aseveraba Hobbes.

Amar conlleva morir a nosotros mismos, romper las barreras que nos separan del otro. Todos podemos amar a quien nos gusta, nos construye, nos quiere, nos devuelve algo a cambio. Pero no podemos amar a quien nos estorba o nos roba la poca vidilla que tenemos, porque nos mata de alguna manera. Sin tener dentro la Vida plena, que proviene de Dios, necesitamos defender la poca que tenemos y vivir para nosotros mismos. Sin Dios, no podemos amar más que nuestro propio reflejo en los demás. Y si no es posible amar al otro cuando se presenta como una amenaza, aparece la necesidad de defenderse de él, eliminarlo de alguna forma. Quien no puede morir, acaba matando, incluso físicamente. He aquí la raíz de la “cultura de la muerte”. Sin Dios, el respeto a la vida humana se esfuma.

Por eso, para los cristianos, no hay tarea más importante que la evangelización, con la propia vida y con la palabra. No se trata de hacer proselitismo, sino de hacer presente en el mundo que Dios existe, que nos ama y que envió a su Hijo para que con su Muerte y su Resurrección, reabriese el camino que nuestro orgullo había cegado y restaurase nuestro amoroso diseño original. El Hombre moderno rechazó la invitación; el posmoderno apenas ni la conoce. Como el padre del hijo pródigo, Dios espera con los brazos abiertos a que regresemos de nuestra fracasada y dolorosa aventura de autonomía. La acción social por la cultura de la vida es justa y necesaria, pero será vano esfuerzo sin centrar el mayor empeño en una nueva evangelización que llame al Hombre a encontrarse con el autor de la vida: Dios.

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