EL ECLIPSE
DEL DERECHO
La crisis económica, así como actitudes
dirigidas a una interesada erosión de las instituciones políticas, han
convertido en tópico la afirmación de que en realidad lo que nuestra sociedad
experimenta es una grave crisis moral. Discrepo del diagnóstico. Entiendo que
con ese juego entre economía, política y moral se eclipsa un elemento
particularmente decisivo: el derecho. Este llamativo fenómeno se debería, a mi
modo de ver, a dos razones.
La primera podría caracterizarse como
clericalismo civil y es fácil adivinarla bajo actitudes laicistas no pocas
extendidas, también entre los mismos creyentes. Se considera de sentido común
el siguiente planteamiento: hay ciudadanos cuyas convicciones religiosas
generan determinadas exigencias morales y, en la medida que las consideran de
particular tonelaje, pretenden imponerlas a los demás recurriendo a la
capacidad coactiva del derecho. Este aparece pues como el brazo armado de una
moral de procedencia religiosa. Considero que la realidad de las cosas
invitaría a entender precisamente lo inverso.
Ningún teórico del derecho solvente discute que
el derecho debe ser entendido como un mínimo ético, indispensable para
garantizar suficientemente una convivencia que merezca el nombre de humana. El
derecho no pretende hacer al ciudadano feliz, rico ni santo. Pretende crear un
marco normativo mínimo que le posibilite aspirar a esos o cualquiera otros
objetivos. Las exigencias jurídicas son sin embargo tan mínimas como
indispensables, lo que las convierte en condición previa para cualquier logro
de maximalismos morales.
El clericalismo civil lleva a olvidar que matar,
robar o mentir (defraudando la buena fe del prójimo) no son imperativos morales
que, por su importancia, el derecho haya de imponer por la fuerza. No matar, no
robar o no mentir son obvias exigencias jurídicas, sin cuyo respeto una
convivencia humana es impensable. Precisamente por ello son ellas las que
generan una consiguiente obligación moral. No tiene sentido pues que a quien
pretende tomarse en serio el no matar, robar o mentir se le acuse de querer
convertir los pecados en delitos. En realidad hay delitos tan graves que llegan
a ofender a Dios, convirtiéndose en pecados: matar o estafar, por ejemplo.
Quizá el barullo clerical procede de precedentes
tan antiguos que nos situarían en el Sinaí. El decálogo no era una colección de
exigencias morales, ocurrencia de un Dios todopoderoso; contiene jurídicos
mínimos éticos, como los ya aludidos, junto a maximalismos morales, como amar a
Dios sobre todas cosas o -no digamos- al prójimo como a uno mismo. Quien, en
clave moral, aconsejó poner la otra mejilla al verse agredido, se cuidaba más
de pagar los impuestos que algunas estrellas del balompié.
El derecho es un mínimo ético indispensable, que
genera en consecuencia una obligación moral. La fe es simplemente una claraboya
que, en su caso, ayuda a ver con más claridad tanto las exigencias jurídicas
como las morales. Esto que, lejos de habilitar para imposiciones, atribuye
responsabilidades argumentativas a los con ella privilegiados. Creer no es
suscribirse a una franquicia de alucinógenos, para amenizar la vida de los
vecinos con las propias ocurrencias; es disfrutar de la posibilidad de conocer
con más facilidad las cosas como son y sentirse responsable de ello respecto a
los demás.
Falta, sin embargo, un segundo elemento que
explica el auge del ya indicado clericalismo civil. Cuando el derecho se
identifica con la voluntad del que manda, sugerir que pueda generar una
obligación moral invita a la carcajada. Este es nuestro segundo problema. Nos
pasamos el día encomiando ese Estado de Derecho, sin el que España sería
inimaginable según el primer artículo de nuestra Constitución; pero en la
cabeza tenemos firmemente arraigada una falsa teoría jurídica, que entiende al
derecho como instrumento coactivo al servicio del Estado y no como un conjunto
de exigencias de cuyo respeto derivaría su propia legitimidad.
El problema es que no cabe hablar en serio de
Estado de Derecho sin suscribir, aunque sea por lo bajini, una teoría jurídica
hoy prohibida. Se dijo en el Bundestag en ocasión solemne: “La idea del derecho
natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que
no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos
avergüenza hasta la sola mención del término”. Volvemos pues al Sinaí y al
posterior barullo clerical. Si el derecho natural, que fundamentó el
reconocimiento de los derechos humanos en tierras de conquista, aparte de
impulsar un derecho internacional en la Europa desgarrada por guerras de
religión, se convierte en imposición sobrenatural, aviados estamos.
Es obvio que la actual alergia a la verdad,
alimentada por el temor de que sus afortunados propietarios nos den con ella en
la cabeza, ha convertido al derecho natural en mero animal de compañía.
Defendemos los derechos humanos como exigencia indeclinable de nuestra propia
dignidad, pero negamos que les pueda servir de fundamento una realidad ética
tan objetiva y racionalmente cognoscible como la física. Pretendemos garantizar
derechos fundamentales sin fundamento. No vendrá mal recordar una sevillana,
que no hace demasiada gracia a los almonteños: “La Virgen del Rocío no tiene
dueño”. El derecho natural tampoco; qué demonios se han creído los
iusnatu-ralistas...
Leo en estos días viejos análisis de Ronald
Dworkin sobre la jurisprudencia constitucional norteamericana. Con
independencia de que no comparta bastantes de sus planteamientos, me parecen un
ejemplo admirable del afán de detectar exigencias jurídicas que derivan de la
naturaleza humana, girando en su caso en torno a la igualdad como virtud
soberana. Como en su país se sabe sin alboroto la ideología de cada cual -o
quién y por qué lo nombró- él defiende, frente a los magistrados a los que
tacha de “historicistas”, con Scalia a la cabeza, una interpretación
integralista de la Constitución. No es sino el elemental recuerdo de que, sin
el fundamento de unos principios jurídicos previos a la ley -tan objetivos como
mínimos- hablar de Constitución es una broma pesada.
Defender el Estado Derecho y ningunear un
derecho natural presentado como invento de curas, listos siempre para la toma
del poder, es querer sorber y soplar al mismo tiempo. Pretender que alguien
razone, partiendo de la base de que no hay nada verdadero a lo que
objetivamente quepa remitirse, es un desafío al principio de no contradicción.
Si nada es verdad ni mentira, es lógico considerar politizado un Tribunal
Constitucional del que todo razonamiento resulta excluido, devorado por el
voto, y a cuyos magistrados resultaría obligado contemplar como abogados de
parte. No les quedará otra opción que aparecer como pintaba Marx a los juristas
en general: farsantes, que presentan como razonamientos lo que son solo
exigencias del poder que les encumbró.
Andrés Ollero Tassara, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y
Políticas
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