Thursday, June 15, 2006

El derecho a la vida antes del nacimiento

Por Romano Guardini
El problema y la norma La cuestión que nos interesa, se suele formular del
siguiente modo: ¿es lícito destruir la vida del niño que está madurando en
las entrañas de la madre?
Esta pregunta surge, en primer lugar, del hecho de que se trata de un ser
singular que, sin embargo, influye sobre otros seres igualmente singulares y
sobre grupos enteros. Primero, sobre la misma madre; y después, más
ampliamente, sobre la familia y sobre el pueblo. La existencia de este ser
podría significar la amenaza de un peligro para la madre, la familia y la
colectividad. ¿Es lícito matarlo para evitar este peligro?
Sin embargo, la cuestión es más amplia. El individuo humano es concebido sin
contar con su voluntad. Su desarrollo depende de la madre hasta el momento
del nacimiento; después, de la familia y de la sociedad. Así pues, todos los
que cooperan a su desarrollo, sobre todo los padres y el Estado, son
responsables de él. Siendo así, ¿no deben, quizá, en determinadas
circunstancias, representar el interés de un ser que todavía no es
independiente, incluso en lo que respecta a su presencia física en el mundo?
Si están persuadidos de que la vida de este futuro hombre será desventurada,
¿no es acaso su deber preservarlo de la desventura?
Estos problemas han sido siempre actuales, pero durante mucho tiempo fueron
resueltos con fe en la divina providencia. Se convirtieron en agobiantes
cuando muchos perdieron la conciencia de esta guía celestial y llegaron a
una concepción del hombre como dueño y único responsable de su existencia. A
la vez, paralelamente a este desarrollo, la sociología y la medicina crearon
las premisas que hicieron posible una acción metódica en este campo.
Finalmente, en la sociedad de masas de la existencia moderna, se fue
perdiendo cada vez más el sentido -antes muy vivo- de la intangibilidad
fundamental de la vida humana. Después, he aquí que se agrava la situación
externa: alimentación y vivienda, educación y carrera universitaria,
asistencia y cuidados médicos, son puestos de tal manera en entredicho, como
sucede hoy de hecho, que aquellos problemas aumentan de intensidad de un
modo amenazador. Tanto más cuanto que, en los últimos tiempos, el gobierno
del estado y la educación del pueblo niegan radicalmente la dignidad del
hombre y se han aliado con todo lo que de violento hay en su naturaleza.
Estos hechos han ejercido un influjo grande sobre el modo de sentir y de
juzgar de la mayoría de las personas. Y conviene -mencionándolo ya desde el
principio- no dar por supuesto con demasiada facilidad que, discutiendo
problemas como el que ahora nos ocupa, seamos personalmente inmunes a
semejantes influencias.
En la medida en que el hombre salía de la barbarie, se hacía a la luz cada
vez con más nitidez el principio que dice: no es lícito tocar la vida del
hombre mientras no ha cometido un delito para el cual, según el derecho
vigente, está fijada la pena de muerte; o bien mientras no ataca a otra
persona, que sólo puede salvarse matando al agresor. Un tercer caso es el de
la guerra. Pero en el juicio acerca de ella, de una generación a esta parte
se hace evidente una crisis cada vez más profunda: cada vez se aprecia con
más claridad que la guerra, tal como viene organizada por la "técnica", es
bien distinta de aquella otra en la que estaban presente los valores, del
todo obvios, de la fidelidad a la Patria, el honor, el valor del coraje y
del sacrificio. Así, parece que el derecho a matar que se deriva de ella, no
es ya tan indiscutible como antes.
De cuanto hemos visto hasta ahora, podemos concluir que no es lícito
destruir la vida del ser humano que madura en el seno materno, puesto que no
ha cometido ningún delito ni ha puesto a otro hombre en situación de
legítima defensa. Y a pesar de todo, la vida de la madre puede ser puesta en
peligro por el niño de manera tal, que se pueda deducir, de este "índice
médico", un derecho a sacrificar la vida del hijo. La justificación para
intervenir ante semejante peligro no es, sin embargo, tan evidente como a
menudo se afirma: requiere un examen más detenido. Pero no vamos a ocuparnos
ahora de eso. Lo que nos interesa ahora no es el "índice médico", sino el
"social".
Quien da por justificado este índice, afirma: el ser humano en desarrollo
está en relación inmediata con la vida de la familia y de la sociedad, a
través de las cuales recibe una influencia y sobre las que, a su vez, ejerce
un influjo. Ahora bien, la relación puede llegar a ser en tal modo
desfavorable, que sea lícito preservar de sus consecuencias tanto a la
familia como al hijo en cuestión, matando -digámoslo así- a este último. No
pretendemos hacer una descripción minuciosa de la situación actual, cuya
gravedad supera todo cuanto la memoria de Europa puede recordar. Me atrevo a
esperar que el lector querrá creer que el autor -sin necesidad de esta
descripción- sabe algo sobre ella; y que reconozca la obligación de hacer lo
posible por dejar de lado tanta calamidad.
Quien trata de conservar limpia su conciencia en la discusión de nuestro
tema, debe insistir en este punto si no quiere parecer un monstruo. Es muy
fácil estimular el sentimiento y la fantasía contra los que defienden la
inviolabilidad de este norma: la propaganda recientísima a favor de la así
llamada "eutanasia" y todos sus efectos, resuena con estridencia todavía en
nuestra memoria. A nosotros, lo que nos importa es preguntarnos con
objetividad y precisión sobre los que es justo.
Por tanto, ¿es lícito matar un ser humano que no ha cometido ningún delito
ni ha usado la violencia, porque pone en peligro a los otros con su
existencia; y no en un peligro cualquiera, sino precisamente en un peligro
grande?
Si se comienza a considerar el daño como razón suficiente para violar la
vida humana, no se puede ya mantener ningún límite de modo conveniente.
Esta experiencia ha sido siempre válida, y hoy más que nunca. En el curso de
la edad moderna, sobre todo en la última generación, se ha ido debilitando
cada vez más el freno inmediato y eficaz de la vida instintiva y
sentimental, o de la sujeción religiosa; los principios éticos e incluso los
sociales son, sin embargo, vacilantes y ceden con facilidad ante una presión
vital más fuerte. Por eso, el hombre ha llegado a ser -no sólo con respecto
a las cosas sino también con respecto a los demás hombres- muy "funcional";
es decir, inclinado a tratar a sus semejantes como cosas que caen bajo la
categoría de la utilidad. De lo cual se deriva lo que ya hemos dicho antes:
que nuestro tiempo va disolviendo cada vez más a la persona singular en la
masa. La unicidad, en cuanto cualidad esencial de cada hombre es, para
muchos, algo muerto. Más o menos claramente, con un consenso más o menos
grande, en muchas personas está vivo el planteamiento de que los hombres son
tan numerosos, que la persona singular no tiene ya importancia. Es preciso
no olvidar dos hechos oscuros y peligrosos: una educación y una praxis que
impregna el comportamientos en sus mismas raíces y seis años de un conflicto
enorme, han desatado el espíritu de la muerte que, hasta el momento, no ha
sido todavía dominado.
No nos queda pues otra cosa por hacer que atenernos clara y decididamente a
la norma ética, por la cual no es lícito matar un ser humano si esa acción
no está justificada por el código penal o por la legítima defensa.
Objeciones
Se podría objetar que existe una evolución también en el ámbito de las
costumbres de la humanidad y, por esa razón, no se deberían poner principios
absolutos, sino tratar de alcanzar las normas nuevas de las nuevas
situaciones. Luego, con tiempo y buena voluntad, se encontrará el camino
justo. Es preciso, pues, examinar con cuidado la sustancia de este hecho.
Antes de nada, afirmamos que la intervención es siempre una intervención.
Las experiencias demuestran que no se trata de algo sin importancia, como
tan a menudo se la considera, sino de algo que compromete verdaderamente la
salud física. Compromiso que es tanto más grave cuanto menos propicios son
el estado general de la madre, la posibilidad de nutrición, de tranquilidad
y de cuidados. Las mismas condiciones que deberían probar el derecho del
índice social, se convierten al mismo tiempo en una protesta en su contra.
Todavía menos que la lesión física, es valorada la espiritual. El ser humano
que madura en el seno materno no es, de ninguna manera, un apéndice
(escrecencia) del tipo que sea, cuya extracción tan sólo puede resultar
beneficiosa: está profundamente unido a todo el ser de la mujer y al "ethos"
de su existencia. La madre se orienta, en cuerpo y alma, hacia la criatura
no nacida, preparándose a la inminente maternidad. Por tanto, la
intervención interrumpe un desarrollo que conforma (impregna) toda la vida
física, espiritual y caracteriológica de la madre. Verdaderamente, da miedo
ver cómo se toman a la ligera estas cosas por aquellas mujeres y, sobre
todo, por aquellos hombres que, de ordinario, tienden a ignorar la relación
que hay entre los distintos procesos de la vida femenina, tanto entre sí
mismos como con toda su existencia como mujer. Para encontrar una situación
semejante por parte del varón, sería necesario pensar en un golpe tal que
destruyese una obra en la que el artífice hubiese puesto en juego todo su
ser (a la que el artífice hubiese dedicado toda su existencia).
De otra parte, es preciso observar que no sólo existen efectos claramente
perceptibles, sino también efectos que no se advierten: las heridas íntimas
y profundas del ánimo, que tal vez no se muestran ni siquiera a quien las
sufre, pero que amenazan toda su estructura interior; las turbaciones de la
conciencia vital, que constituyen un inexorable autocastigo, a menudo en
cuestiones y en ocasiones que parecen no tener nada que ver con aquel hecho
que ha sucedido. Una melancolía imprevista, una interrupción inexplicable de
la iniciativa vital, una inseguridad aparentemente infundada de las
relaciones ambientales... Si se siguieran con cuidado los hilos hacia atrás,
conducirían hacia aquel daño provocado en las raíces de la vida, aun cuando
los motivos aducidos en su justificación aparecieran razonables y urgentes.
Ciertamente, a estas consideraciones se puede oponer que existen peligros
físicos y espirituales también si la intervención no se realiza a propósito.
Con los argumentos aducidos, la cuestión no queda resuelta aún.
Podría tener más peso la indicación de otro peligro. Según el punto de vista
de sus defensores, el "índice social" establece el derecho a matar al hombre
en desarrollo en la medida en que con su nacimiento se produzcan daños
relevantes a su familia y a él mismo. Pero una vez admitido este principio,
¿se limitaría al "índice social"? ¿Acaso no se ha delineado otro índice en
los pasados años: el "político"? ¿No ha sido declarado por la máxima
autoridad que promulga y exige el cumplimiento de las leyes, o sea, por el
Estado, que le corresponde decidir si uno de sus súbditos puede conservar la
vida o perderla? Y perderla, no porque haya cometido un delito o porque su
existencia cause daños a los otros, sino más bien por el simple hecho de que
ese súbdito concreto le parece un indeseable al Estado a causa de una
cualidad singular: por ejemplo, su pertenencia a un determinado pueblo.
Parece una fantasía de novela de intriga, pero durante doce años fue la
teoría y la praxis oficial. Pero de una concepción similar se puede aún
deducir, sin duda, que el Estado tiene el derecho de determinar qué niños
pueden llegar a nacer y cuales no. ¿Y quién puede decir qué posibilidades
esconde el futuro si caminamos en esta dirección? ¿Qué pueblo resultará
indeseable y a cual estado se lo parecerá?
En este tipo de cuestiones, apenas desaparece el principio absoluto y ocupa
su lugar un juicio práctico de utilidad o nocividad, no hay forma de
establecer un límite, y todo empieza a caminar de mal en peor. Puede ser
proclamado un índice tras otro, con una gran cantidad de argumentos muy
convincentes a disposición del público, por no hablar de las técnicas para
llevarlos a la práctica. Y esto no significa sino que la razón moral, cuando
esta se encarna en el Estado, a la hora de distinguir entre lo que es recto
y lo que no lo es, capitula frente a la"vida misma" y sus fines.
Pero enumerar estas posibilidades, no resuelve todavía la cuestión de un
modo definitivo.
El punto de vista decisivo
La respuesta definitiva la da el hecho de que la vida en desarrollo es un
hombre. Y el hombre, a causa de la dignidad de su persona, no se puede matar
sino en legítima defensa o con fundamento en el derecho.
Una persona humana es inviolable, no ya porque viva y tenga, por tanto,
"derecho a la vida". Un derecho similar lo tendría también el animal, puesto
que también él vive; y si se compara un hermoso animal en libertad a un
hombre enfermo o maltratado por el destino, aquél parece tener bastante más
valor que este. Pero la vida del hombre no puede ser violada porque el
hombre es persona.
Persona significa capacidad para el autodominio y para la responsabilidad
personal, para vivir en la verdad y en el orden moral. La persona no es un
algo de naturaleza psicológica, sino existencial. No depende
fundamentalmente de la edad, o de las condiciones físico-psíquicas, o de los
dones naturales, sino de su alma espiritual singular. La personalidad puede
estar desconectada, como sucede en la persona que duerme; sin embargo, ya
existe una protección moral. En general, es también posible que no se actúe
porque faltan los presupuestos fisiológicos y psicológicos, como sucede en
el caso de los locos y de los idiotas. Pero el hombre civilizado se
distingue del bárbaro precisamente porque respeta también a la persona
cuando se encuentra en semejante situación. También puede estar escondida,
como sucede en el embrión; pero ya existe y con derecho propio.
La personalidad da al hombre su dignidad: lo distingue de las cosas y hace
de él un sujeto. Una cosa, tiene consistencia, pero no en sí misma; causa
determinados efectos, pero no tiene responsabilidad; tiene valor, pero no
dignidad. Se trata algo como una cosa en cuanto que se la posee, se la usa
y, al final, se la destruye; referido a los seres vivos, cuando se la mata.
La prohibición de matar al hombre representa el grado más alto de no
tratarlo como cosa. Era, sin duda, lógico que el Estado, si niega en su
"concepción del mundo" la dignidad espiritual de la persona y considera al
hombre un mero ser genérico, es decir, un elemento más de la estructura
social, se arrogase también el derecho de matarlo, si eso estaba conforme
con sus objetivos.
El respeto del hombre en cuanto persona es una de las exigencias que no
admiten discusión: depende de ello la dignidad, pero también el bienestar y,
en definitiva, la duración de la humanidad. Si esta exigencia se pone en
duda, se cae en la barbarie. Es imposible hacerse una idea de cuales son las
amenazas que pueden surgir para la vida y el alma del hombre si, privado del
baluarte de este respeto, acaba siendo puesto en manos del Estado moderno y
de su técnica.
De aquí se deriva precisamente la respuesta a la afirmación, siempre
recurrente, de que la mujer tiene el derecho de disponer de su propio cuerpo
y puede, por tanto, pretender que esa situación de su cuerpo que se llama
embarazo sea transformada mediante las medidas oportunas. Ahora bien, el
hijo no es simplemente "cuerpo de la madre", no es una parte de ella en el
mismo sentido en que es parte un órgano o una escrecencia, sino que es un
hombre en desarrollo. En esta realidad de echo se expresa la esencia más
íntima de la maternidad y, con respecto a ella, la esencia de la feminidad
en general. Ser madre no significa "producir vida": también los animales
hacen esto; sino "dar la vida a un hombre". Y un hombre es una persona,
primero de todo como dormida y después, despertándose lentamente. De este
modo, en inmediata relación con la madre, crece un ser que, formándose, se
sustrae a ella siguiendo la propia determinación interior. En eso reside la
grandeza y también el elemento trágico de la maternidad. El hijo está tan
íntimamente unido con la madre, que forma con ella un único ámbito de vida.
Sin embargo, no se disuelve en ella sino que está, simultáneamente y desde
el primer momento de su vida, en inmediata relación con la existencia, con
las normas absolutas, con Dios.
Sobre la maternidad ha caído un diluvio de sentimentalismo. Especialmente
por parte de aquellos que, cuando estaban en juego sus intereses, se la
saltaban a la torera sin la más mínima preocupación por la dignidad y el
derecho de la madre. Debería resultar sospechoso el tono con el que se
hablaba -y con el que todavía se habla- de estas cosas. Quien habla de tal
guisa, no es sincero. El asentimiento y la exaltación que expresan las
palabras son de naturaleza instintiva y sentimental, y pueden volverse de un
momento a otro en su contrario: en irreverencia, abuso e incluso crueldad,
porque falta en ellas la única cosa verdaderamente importante en este caso:
la persona de la madre y la del hijo. Y precisamente aquí se resuelve el
carácter de la maternidad y se resuelve, a priori, la relación con el propio
cuerpo. No es verdad que la mujer tenga simplemente "el derecho a disponer
del propio cuerpo": tiene tan poco derecho a ello como el varón. Hombre y
mujer tienen este derecho frente al derecho de otro, frente al derecho del
Estado; y no gozan de él en sentido absoluto, puesto que el cuerpo no es un
cuerpo animal, sino un cuerpo humano sometido, también frente a la voluntad
de quien lo posee, a la tutela de las normas que determinan la existencia
personal. Sin embargo, no es este el aspecto del problema que debe
ocuparnos. Lo que nos interesa es que el niño, en el seno de la madre, si
bien por un lado le pertenece y vive de ella, por otro lado le es sustraído,
puesto que está sometido a la ley de la propia personalidad, ciertamente
todavía latente, pero ya poseída. La madre no es la dueña de la vida en
desarrollo, sino que ésta le es confiada a su custodia. Así pues,
sustancialmente, no tiene sobre ella mayores derechos de los que tenga -por
la misma causa- cualquier ser humano sobre otro ser humano.
Otra comparación, sin duda más eficaz, permite ver el núcleo de la cuestión:
la afirmación de que el hijo en el seno de la madre sea simplemente una
parte del cuerpo de ella, equivale a firmar que la persona, en el Estado, no
es más que una simple parte del todo estatal. La opinión que permite a la
madre disponer del niño que vive en ella, debe también conceder al Estado el
derecho de disponer de los hombres que forman parte de él. Y precisamente
ante una perspectiva tal, se horroriza el ánimo del hombre contemporáneo:
estar en las manos de una autoridad dominante que niega el derecho
individual de la persona, su referencia a las normas supremas, su inmediatez
con respecto a Dios; una autoridad que asegura que el hombre es una parte
suya y que tiene una relación con la existencia en la medida de la función
que desempeñe; una autoridad jerárquica que dispone de un poder cada vez
mayor y de una técnica cada vez más segura para poner en práctica su
pretensión de poder. Y esto, no sólo oponiéndose a la voluntad de la persona
singular, sino también penetrando en su interior mediante la sugestión y la
propaganda, de manera que el juicio del oprimido capitule frente al del
opresor, y la teoría conduzca al delito.
Finalmente, no podemos olvidarnos de otra cosa: si con base en el "índice
social", se le reconoce a los padres el derecho de hacer matar al hombre en
formación, entonces, a este derecho le corresponde un deber concreto en otra
sede: el deber de llevar a cabo la matanza. El Estado no puede dejar en
manos de la iniciativa privada el cumplimiento de la intervención, pues de
ello se derivaría un daño imprevisible. Así pues, si el Estado declara que,
en determinadas condiciones desesperadas, los padres pueden solicitar la
interrupción del embarazo, en consecuencia debe también poner los medios
necesarios para que alguien la lleve a cabo. Cada médico puede negarse; sin
embargo, si se diese el caso límite de que todos los médicos rehusaran
realizar esa intervención, el Estado debería obligar a uno a que lo haga.
Mostrar la situación límite sirve para revelar lo que se oculta en la norma
y que no se nota usualmente. Así pues, hemos llegado precisamente al punto
en el cual -como en aquellos oscuros doce años- un hombre es puesto frente a
un dilema: o hacer lo que para su conciencia es un asesinato, o bien perder
su trabajo: una de las peores formas de desgarro social que pueda darse
nunca.
Una nueva objeción
Pero aún se eleva una importante protesta contra todo lo que vamos
exponiendo. Protesta a la que se debe responder, si no se quiere poner de
nuevo todo en tela de juicio. Y puede enunciarse así: según las
declaraciones de este escrito, matar al ser en desarrollo estaría sometido a
una norma que vale para el ser humano, ¿pero es un ser humano el fruto que
hay en el seno materno?
Que lo sea en los últimos meses de su desarrollo es incuestionable, porque
afirmar que llega a serlo tan sólo en el momento en que se independiza del
seno materno sería demasiado ingenuo. La psicología está en condiciones de
avanzar en el camino del inconsciente hasta en la vida psíquica del
nasciturus, y la pedagogía habla de una educación pre-natal. ¿Pero es un ser
humano desde el primer momento de su desarrollo. O bien lo llega a ser en un
momento cualquiera, que se determina con exactitud, entre la concepción y el
nacimiento? Porque entonces, por lo que se refiere a nuestro problema, es
verdaderamente importante determinar tal momento, donde poder efectuar la
intervención sin escrúpulos morales.
Se dice que en la primera etapa, o sea, hasta que han pasado los cien días,
el embrión no es todavía un verdadero y propio ser humano, sino más bien -y
aquí retomamos desde un nuevo punto de vista un razonamiento iniciado más
arriba- una formación totalmente dependiente del organismo materno. Apenas
se examina, libre de prejuicios, esta afirmación, de ve de inmediato que no
está dictada necesariamente por el mismo objeto, sino desde el exterior, por
motivos que tienen que ver con determinados intereses vitales. Y se
comprueba, por otra parte, que se fundamenta sobre una concepción
materialista del ser viviente.
¿Qué se podría objetar si alguno asegurase que un determinado vegetal existe
como tal sólo cuando se manifiesta claramente el carácter de árbol? ¿O si
alguno asegurase que un animal, cuyo desarrollo tiene lugar fuera del
organismo materno, por ejemplo, un pez, es este pez sólo cuando tiene
escamas y espinas y todo cuanto pertenece a su forma característica? Se
podría responder que se trata de un absurdo, puesto que el modo de existir
del viviente proviene de un inicio simple: partiendo de la división de una
célula o de la unión de dos, pasa por una serie de transformaciones hasta el
pleno desarrollo morfológico, para después, a través de las distintas formas
de estabilización y del decaimiento, alcanzar la muerte. Estos estadios
singulares -y esto es esencial- no se siguen unos a otros yuxtapuestos
exteriormente en serie, sino que forman un todo, una figura en el sentido
estricto del término.
Lo que llamamos organismo, desde este punto de vista, presenta dos formas
fenoménicas. Una, en la contemporaneidad, donde las distintas formaciones
-desde las moléculas de albúmina hasta los órganos más complejos- se reúnen
en una estructura unitaria y con consistencia propia; dicho de otra manera:
cada momento singular se forma a priori de acuerdo con la estructura total,
digamos, con la forma tectónica. Pero hay también otra forma: la que se da
en la sucesión, donde los distintos estados a través de los cuales ha pasado
o debe pasar todavía el individuo -desde la primera forma de las células
originarias que se separan o desde las células de los padres que se unen,
hasta alcanzar y dejar atrás la plena madurez y llegar al último
decaimiento-, forman una estructura igualmente unitaria y consistente de por
sí; expresándolo de otro modo: cada fase se coordina en la totalidad de la
serie evolutiva, de -por decirlo así- la forma en desarrollo. Esta forma en
devenir es tan necesaria y característica para el ser viviente en cuestión
como la forma tectónica, y no es posible suprimir una fase de aquella ni un
miembro de esta. Por su parte, ambas formas -tectónica y en desarrollo- se
pertenecen mutuamente; podríamos decir precisamente que entre ambas
representan el organismo: la primera, en el espacio; la otra, en el tiempo.
En cualquier caso, se trata de una unidad indivisible, puesto que cada
elemento viene determinado por el todo y al revés, el todo necesita de cada
elemento. El "árbol" es aquella figura que está en la presencia del espacio
dispuesta en raíz, tronco, ramas, hojas; pero es también aquella serie de
fases que van haciéndose realidad en la sucesión temporal de simiente,
embrión, arbusto, árbol adulto desarrollado. En cada fase, siempre idéntico
a sí mismo; totalmente realizado en la serie completa, hasta el último morir
de la raíz. Sostener que el ser considerado por nosotros comienza a ser él
mismo sólo cuando ha recorrido ya un cierto número de formas evolutivas,
sería mecanicismo puro y rudo, que considera una cantidad de partículas al
margen de una totalidad viviente. Quien ha comprendido de algún modo qué es
un "organismo", no puede por menos dejar de decir que el ser viviente en
cuestión comienza por la división de la primera célula, o bien por la unión
de las dos células de los progenitores.
Y esto vale también para el hombre. La curva de su forma en devenir se
inicia con la unión de las células de los padres, culmina en la perfección
morfológica y acaba con la muerte. Así pues, esa forma es ya un ser humano
desde el omento de la concepción. Como lo es en el último momento: el de la
muerte. No es posible, en buena lógica, pensar de otro modo.
Si, no obstante, se quiere objetar cómo cómo es posible que los primeros
estadios de la evolución pueden llevar consigo la importancia espiritual de
la dignidad humana, se debe responder de nuevo que es un planteamiento
materialista poner un pensar según la cantidad en lugar de un pensar según
la calidad. Puesto que las primeras células poseen, en efecto, toda la
potencialidad estructural de la vida futura, contienen también en potencia
todas las formas que se generan, no sólo mediante el desarrollo embrionario,
sino también en el que seguirá al momento del nacimiento, a través de la
infancia edad madura decaimiento. A fin de que de la cantidad 2 resulte la
cantidad 5, es necesario añadirle la cantidad 3; de otro modo, permanece
todavía 2. Pero a fin de que del primer estadio del organismo se formen los
siguientes, no es necesario ningún añadido, sino tan sólo un desarrollo:
existe ya en potencia todo lo que será.
Una concepción mecanicista no puede hacerse cargo del ser vivo, puesto que
lo ve como yuxtaposición exterior, como una máquina. Además, lleva consigo
un gran peligro respecto a la comprensión del valor: el de recibir la
impronta de la cantidad, ya sea de la masa, ya sea del número de los
elementos formados en acto. Quien piensa de esta manera, tanto menos verá a
la persona humana en el embrión cuanto menor sea el tamaño y menos
diferenciada sea la organización del estadio de evolución en que se
encuentre; y, como consecuencia, siempre tendrá menos impedimentos para
intervenir en la vida embrionaria.
Por otra parte, no debemos olvidar las demás consecuencias de semejante modo
de ver las cosas que, en términos generales, sostiene que el ser humano no
tiene un carácter esencial, sino que es algo que existe en grado superior o
inferior : precisamente en la medida en que el estadio de desarrollo que se
considera se acerca al "optimum", a la situación suprema de riqueza formal y
de energía vital. De esta manera se va manifestando una graduación no sólo
en la evolución embrionaria que hasta el momento estamos examinando, sino
también en otros aspectos del complejo vital. La distancia del punto óptimo
puede ser considerada marcha atrás, hacia el principio, con esta conclusión:
cuanto más primitivo es el estadio de la evolución embrionaria, tanto menos
humano es el producto. Pero también puede ser considerada según el momento
más avanzado, para concluir: cuando el estadio de la evolución autónoma está
más distante del culmen, o sea, cuanto más viejo es el individuo, es tanto
menos persona. La distancia del "optimum" puede, por otra parte,
manifestarse mediante todas aquellas minusvaloraciones que se llaman
enfermedad, debilidad, desventura; y entonces se concluye: cuanto más
enfermo débil desventurado es un individuo, tanto menos puede pretender el
carácter verdadero de ser humano.
Pero entonces, todo depende de como se fije la escala explicativa del índice
de eliminación de las formas minusválidas, ya sea embrionarias como después
del nacimiento. Y se debe recordar de nuevo cómo la teoría y la praxis del
más reciente pasado han llegado en realidad a esta conclusión, con plena
conciencia, admitiendo el horrible concepto de una "vida privada de valor
vital".
Las primeras víctimas fueron los locos y los idiotas; hubieran seguido por
los enfermos incurables -los cuales ya, en realidad, no siguieron-, y los
viejos y los incapaces para el trabajo hubieran cerrado la serie. Pero
llegar a este punto significa que el ámbito de la existencia digna del
hombre ha sido definitivamente abandonado, porque una mentalidad tal es
barbarie desnuda y cruda.
Verdaderamente, concepción y muerte, ascenso y decadencia, infancia y
madurez, salud y enfermedad, pertenecen a ese todo que llamamos "hombre".
Son elementos de la totalidad de su existencia, que no es sólo naturaleza,
sino también historia; que no tiene sólo un desarrollo, sino un destino; que
no supone sólo enriquecimiento y daño, sino también conservación y
alteración, victoria y derrota, superación y expiación. Y la enfermedad
superada con coraje, la incapacidad de rendimiento de la que florecen
bondad, sabiduría, madurez, son mucho más "valores vitales" que una salud
que vuelve al hombre brutal y una bravura que desnaturaliza la existencia.
Quien piensa de manera coherente con lo anterior, no puede dejar de concluir
que el ser humano es verdaderamente una persona desde el primer momento de
su desarrollo, o sea, desde la unión de las células de los padres, de manera
que todos los estadios de su desarrollo están sometidos a las normas que
valen para el hombre.
Más aún: se puede decir con toda precisión que si alguno, empujado por el
hecho de que la semejanza exterior del embrión con la persona humana
disminuye cada vez más según se mira hacia atrás, se siente inducido a no
considerarlo como hombre y ,sin embargo, protege la humanidad todavía
latente en el embrión con vigilante conciencia, ha alcanzado verdadera y
propiamente una madurez ética.
Porque el indefenso es confiado al fuerte, y en el hecho de que el hombre
use su superioridad para proteger al otro radica la diferencia entre fuerza
y prepotencia. Esta protección, allí donde se trata de la vida en
desarrollo, asume un especial carácter decisivo para la vida humana. Por eso
nos conmueve siempre el sacrificio que la verdadera madre lleva a cabo en
pro de esta tarea. La misma tarea que lleva a cabo el padre cuando protege a
la madre y al niño que se forma en ella. Y lo mismo el médico, que sabe ver
al ser humano allí donde el ojo inexperto no lo reconoce todavía, y se hace
casi su procurador y defensor contra las consideraciones utilitarias que lo
solicitan.
Aquí se ha dicho algo que establece el más profundo "ethos" médico. El
decano de la pedagogía, Hermann Nohl, definió una vez al educador como aquel
hombre que representa el sentido de la juventud no sólo frente a la
pretensión autoritaria de la sociedad, sino también frente a sus impulsos
instintivos. Del médico se puede decir algo similar: él representa el
derecho del hombre enfermo frente a la brutalidad de los sanos, y representa
el derecho del hombre en desarrollo frente al egoísmo de los adultos,
también del que proviene de la necesidad. Sucede aquí que la
incorruptibilidad descansa sobre una clara visión de la esencia del hombre y
de la obligación incondicionada de tutelar su dignidad. El médico conoce
mejor que cualquier otro el dolor y la miseria de la vida; sabe también que
el dolor y la miseria de los hombres es de una naturaleza distinta a los de
las bestias, puesto que es una persona inalienable en su dignidad
espiritual, insustituible en su responsabilidad eterna. A él le es confiada
la situación de enfermedad y de imperfección de cada uno, no sólo como
fenómeno físico-psíquico o como un elemento de la asistencia pública, sino
en cuanto contenido de la persona, de su existir y de su conservación. Por
eso no debe actuar nunca como si la persona no existiese, como si no fuese
persona; todo lo contrario: está obligado a protegerla en el ámbito de su
competencia, también contra las presiones de motivos en sí buenos, pero que
deben permanecer subordinados a razones superiores, ante todo y sobre todo a
la inviolabilidad de la persona.
El principio y la miseria
Pero, ¿acaso no hemos olvidado, en el curso de nuestras consideraciones, que
la indigencia de muchos hombres, es tan grande, que no se sabe bien cómo
puede prosperar la nueva vida?
Creo que no, porque existen dos maneras de salir al encuentro de las
tribulaciones humanas.
Una es evidente. Consiste en disminuir los dolores y eliminar las causas
inmediatas de los daños. La otra no es tan evidente, pero es igualmente
importante; más aún, es más importante. Consiste en ayudar al hombre a fin
de que, en las tribulaciones, conserve la visión de la vida en su totalidad,
el sentimiento de lo que en ella es esencial, el sentido de las distinciones
absolutas; y supere, con tal ánimo, todo lo que le sucede.
Por muy importante que sea el primer modo, si contradice al segundo, se
transforma en daño. Quien libra a una familia de una futura restricción de
sus posibilidades de vida y alimento, matando la vida que se forma, a corto
plazo ha solucionado el problema de modo providencial; pero a largo plazo y
referido a la totalidad, ha acrecentado la calamidad. Sería como uno que,
para poder encender el fuego, despedazase las vigas de la casa: de momento,
se calentaría, pero la casa quedaría en ruinas.
En el problema del que nos estamos ocupando, se entrecruzan las cuestiones
más variadas: jurídicas, económicas, sociales y psicológicas, sin olvidar
las referentes a la más amarga miseria personal y general. Son tan urgentes,
que la tentación de decir que sería necesario resolverlas inmediatamente,
está siempre presente; después, ya veremos qué pasa. Este sentimiento es
comprensible y digno de alabanza, pero no es justo.
A través de lo intrincado de todas las consideraciones, debe quedar
definitivamente claro que sólo una pregunta es importante. Una pregunta que
va más allá del problema particular del que hemos partido y conduce al punto
fundamental: el hombre, ¿se pertenece a sí mismo, a la familia, al Estado, o
bien está sometido a la majestad de una instancia absoluta cuya norma
regula, ya sea los deseos personales, ya sea las pretensiones sociales?
Si es verdad lo primero, entonces el hombre está abandonado no sólo a sí
mismo, a sus deseos, a sus necesidades y a sus concepciones de la vida,
ideas, etc., sino también a la situación social y a su más poderosa
expresión: el Estado. Tanto cada uno en particular como el Estado
encontrarán siempre razones -a menudo óptimas y convincentes, pero nunca
definitivas y, por tanto, falsas desde el punto de vista de la totalidad-
para dar un carácter de justicia estricta a lo que quieran. Lo hemos
experimentado.
Si es verdad el segundo planteamiento, entonces los deseos y las
tribulaciones de cada uno, así como la fuerza sugestiva de la situación
social y la violencia del Estado, están frente a un límite moral absoluto. Y
este límite, no sólo inhibe, sino que también salva: salva al hombre y al
Estado -lo que es propio del hombre y lo que es propio del Estado- de la
confusión que nace de ellos mismos. Una tutela de este tipo deriva de una
norma, y cada norma obliga. En determinadas circunstancias, quizá cueste
sacrificio; un sacrificio particularmente grave para aquellos que no
comprenden por qué deben realizarlo, o que tienen la impresión de que esa
norma tutela sólo a ciertos grupos, o que es la expresión de una justicia de
clase; y así tantas otras cosas. Pero verdaderamente, por encima de
cualquier otra consideración significa, lisa y llanamente, la tutela y la
defensa del ser humano.
Al igual que existe una lógica de la ciencia, existe también una lógica de
la vida. La primera es evidente: por ejemplo, cuando dice que una piedra,
atraída por la fuerza de la gravedad hacia el centro de la tierra, no puede
moverse hacia lo alto. La otra lógica es más difícil de entender, pero es
tan inexorable como la primera: afirma que las acciones normalmente
equivocadas, aunque parezcan útiles, al final conducen a la ruina. Mentir
puede tener ventajas una, diez, cien veces; pero finalmente, siega de raíz
aquello sobre lo que se apoya la vida: en la propia interioridad, el respeto
a sí mismo; y en la relación con los demás, la confianza. Un daño que no
tiene remedio. Esta consecuencia es inexorable: al igual que lo es la ley de
la gravedad. Una lógica de este tipo funciona también en nuestro caso. En el
hombre existe algo que no puede ser tocado por su misma esencia: la
sublimidad de la persona viviente. Pueden ser aducidas razones importantes
para hacerlo, y pueden incluso hacerse tan urgentes que, quien se resista,
puede parecer un doctrinario sin entrañas. Pero, ceder en esto, es la
destrucción final, la destrucción, precisamente, de lo que debería ser
salvado.
Se apela al derecho de intervención -el que nootros estamos poniendo en tela
de juicio- en nombre de la libertad y de la posibilidad de que el desarrollo
de ser humano tenga una calidad de vida adecuada. Pero entonces, el
resultado del balance final será que la vida está en las manos del egoísmo
de cada uno y del punto de vista del Estado. Y ya va siendo hora de que
aprendamos a ver cuales son las consecuencias. Hemos experimentado qué
significa ceder primero en una cosa, después en otra y después en una
tercera, asegurando cada vez que no se podía hacer otra cosa, que era
inevitable actuar así; buscando cada vez el modo de convencernos a nosotros
mismos que no sucedería lo peor. Hasta que nos encontramos de sopetón con lo
peor a la vuelta de la esquina... Toda violación de la persona,
especialmente cuando se efectúa bajo el amparo de la ley, prepara el camino
al Estado totalitario. Rechazar esto y aprobar aquello, no denota
precisamente claridad de pensamiento ni una conciencia despierta y recta.
De todas formas, en el principio claramente intuido se encuentra una ayuda
práctica inmediata. Médicos de gran experiencia afirman que el médico que
rechaza destruir la vida del ser humano en desarrollo por razones médicas,
se vuelve más prudente e ingenioso, y es capaz de conducir a buen fin muchos
casos que, a primera vista, parecían desesperados. Lo mismo vale decir
también aquí.
Problemas como los que hemos considerando, deben ser discutidos partiendo de
la totalidad y de la duración de la existencia de la familia y del pueblo,
si no se quiere resolverlos a la ligera. No hay ninguna duda de que una
mentalidad que aprueba el "índice social", hace enfermar las fuerzas del
carácter y la iniciativa de la vida. Al contrario: si los padres están
convencidos de que toda vida humana está sometida desde sus comienzos a la
ley moral que prohibe el asesinato, esta convicción los hará más delicados
de conciencia, más prontos a la renuncia y más fuertes en la actuación
coherente. En eso consiste, tanto en la totalidad como en la duración, la
ayuda que verdaderamente importa.
Antes de concluir, una última cosa que no debemos omitir. Los partidarios
del "índice social" sostienen y declaran que mucha gente dispone de tan
pobre alimentación, vivienda y posibilidad de vida, que estarían obligados a
matar a un ser humano todavía en desarrollo, si no quieren disminuir en el
futuro la disponibilidad de esos bienes a los que ya existen. Ahora bien,
eso significa que el ordenamiento económico-social está afectado desde sus
mismo cimientos.
Antes de que el Estado recurra al medio de la matanza para disminuir la
calamidad presente en este desorden, antes de que anime a las madres a
desear o a permitir la muerte del hijo que está formándose en sus entrañas,
debería comprobar con toda seriedad y a conciencia que se ha hecho todo lo
posible -todo, verdaderamente- para restablecer el orden adecuado. Y
entonces, sin duda, llegará a este resultado: si el Estado quiere -si quiere
realmente-, no hay necesidad de matar para que se pueda vivir. Basta con
tomar medidas y sacrificarse.
Sobre un tema como el que estamos tratando, se podrían decir muchas más
cosas: si esta responsabilidad es o no efectivamente captada y asumida
plenamente; si tiene todo su peso en el empleo del dinero público, en la
administración de los víveres y de las viviendas, y tantas otras cosas.
También esto sería una materia a tratar en particular. Aquí se toca lo
esencial. Lo que está en el fundamento no es, como cree el sedicente "hombre
práctico", superflua teoría, sino esclarecimiento y confirmación de la
"razón" sobre lo que todo se apoya, también la praxis justa.

1 comment:

Anonymous said...

Estimado Javier: buenisimo el articulo. Gracias por enviarmelo. Quede con
muchas ganas de hacer el curso español., razones familiares ineludibles me
impidieron. Exitos en todo y a aclarar mentes confusas , que Dios retribuira
el ciento po uno y mas. Saludos.