Thursday, December 13, 2007

ABORTO EN ESPAÑA

TERCERA. JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS. Director de ABC

LOS decapitan, les succionan la masa cerebral, les inyectan líquidos letales y, tras descuartizarlos, introducen sus despojos en una trituradora conectada a los desagües y esa vida arrasada bárbaramente queda sin rastro. Así se practican abortos en unas clínicas de Barcelona a criaturas prácticamente a término -siete y ocho meses de gestación- y a otras cuyo derecho a vivir, aun no siendo viables fuera del claustro materno, está amparado por el artículo 15 de la Constitución española y por una ley natural inderogable y de vigencia universal.

En España -hay que afirmarlo desde el más básico conocimiento jurídico- abortar es delito. La ley de 1985 sólo -y ya es demasiado- despenalizó unos determinados supuestos. El tercero de ellos -riesgo real para la vida o la salud de la embarazada- ampara más del 97 por ciento de los abortos que se practican. Es obvio que se trata de un fraude de ley de proporciones incalculables y que, de hecho, está permitiendo que Cataluña en particular y España en general se hayan convertido en un macabro paraíso abortista al que acuden en sangrienta peregrinación miles de extranjeras en cuyos países de origen las leyes no son -como aquí ocurre- meros ornamentos legislativos.

Como bien recordaba el pasado viernes un lector de ABC, Julián Marías consideró la aceptación social del aborto como «el máximo desprecio de la vida humana en toda la historia conocida, y a la vez la negación de la condición personal». Así es. Una destructiva mentalidad sedicentemente liberal y progresista está usurpando el inicio de la vida y su final -mediante el aborto y la eutanasia activa- a sus propios titulares, imponiendo una abominable cultura de la muerte. Ni existe un derecho de la mujer a su propio cuerpo para deshacerse de la vida que ella en un acto voluntario -sea o no imprudente, esa es otra cuestión- ha creado, ni tampoco se da facultad por parte de nadie para acortar de manera activa la vida de un enfermo o de un anciano aunque la esperanza de supervivencia haya desaparecido o resulte del todo improbable. Hay tramos de la existencia -la inicial y la terminal- a los que hay que aproximarse con un respeto ignífugo frente a las llamaradas insensibles que para, hipócritamente, superar la barbarie silenciosa descubierta ahora en Barcelona proponen una nueva ley de plazos que nos conduciría, ya sin eufemismos, a un sistema de aborto libre.

La circunloquialmente denominada «interrupción voluntaria del embarazo» es, hoy por hoy, o sigue siéndolo, motivo de abierto debate en todas las sociedades conscientes de la necesidad de preservar determinados valores cívicos. No es una estratagema «conservadora», como con manifiesta indigencia ética se trata de relativizar este asunto; tampoco la oposición al aborto es una imposición moral de carácter confesional -en este caso del catolicismo y, en general, del cristianismo-, y mucho menos se trata de una incomprensión inhumana hacia muchos dramas personales y familiares que conducen a mujeres indefensas, engañadas, solas y abandonadas a esas clínicas de exterminio. Lo que se dilucida con el debate sobre el aborto es el modelo de sociedad y de convivencia que queremos construir; cuáles son los valores que debemos proteger mediante leyes justas y morales y qué medidas deben adoptarse para que el aborto no se convierta -como ahora ocurre- en una brutalidad de perfiles tan repugnantes que muchos medios de comunicación y la mayoría de los ciudadanos prefieren eludir para no enfrentarse a esa realidad que desafía a la conciencia colectiva.

Nada de lo que estamos conociendo tiene sentido social ni moral cuando existen medios anticonceptivos no abortivos para evitar la fecundación y cuando en España se mantiene una demanda abundante y constante de adopciones. Habrá, pues, que informar masivamente para evitar los embarazos indeseados y ofrecer métodos de barrera -desde luego nunca abortivos- cuyo coste sea mínimo o, a ser posible, gratuito. Y habrá que reconducir las peticiones de adopción, ahora dirigidas a terceros países, para facilitarla en España, aunque ello conlleve circunstancias emocionalmente más duras para la madre biológica y los padres adoptivos. Y habrá que invertir cuanto dinero sea necesario en una y otra iniciativa para evitar la lacra del aborto libre que -se admita o no- se ha instalado al amparo de un supuesto de despenalización que se ha comportado como cobertura para perpetrar demasiados desafueros.

Y habrá que aplicar la ley, lo que ahora no se hace. Hacerlo corresponde al Estado y, en particular, a los tribunales, que requieren de la alerta permanente de las fuerzas y los cuerpos de seguridad -tanto centrales como autonómicos-, pero también de los colectivos implicados, especialmente el de los médicos, que con aplastante mayoría se comportan conforme a las exigencias de su juramento hipocrático y se amparan masivamente en la objeción de conciencia. La práctica del aborto se ha convertido, además, no sólo en una inmoralidad ontológica, sino también en un pingüe negocio. En las clínicas de exterminio desmanteladas en Barcelona, la tarifa que habían de abonar las embarazadas por deshacerse de su criatura aumentaba al mismo ritmo que el tiempo de gestación: feto de seis meses, seis mil euros; de siete meses, siete mil euros; y de ocho meses -sí, de ocho meses-, ocho mil euros. Se calculaba, al parecer, el trabajo de la trituradora y, seguramente, el esfuerzo del verdugo cuando decapitaba a su víctima. Verdaderamente repugnante. Y sorprendente que la finísima piel de tantos colectivos cívicos se motee con urticarias por atentados ecológicos, culturales o sexuales y, en cambio, su epidermis parezca paquidérmica cuando ahí al lado, en la zona alta de la Ciudad Condal, y en tantas otras, se perpetra una barbarie que requeriría de un Truman Capote redivivo para relatarla con el énfasis de su legendario «A sangre fría».

No recurramos como paliativo a esta imperturbabilidad mediática y social ante estos crímenes a la perplejidad que causan o la atribución del ánimo escandalizado a una pulsión confesional. No hablamos de creencias -que también vendrían al caso-, sino de decencias; no hablamos de moral religiosa, sino de conciencia cívica; no escapemos de este macabro asunto por el portillo del drama personal de las embarazadas que abortan, porque de lo que estamos hablando es de los carniceros que las explotan y de la inacción con la que se olvida a las madres y la impunidad con la que actúan los victimarios.

España -recordaba en estas páginas el Secretario de Estado del Vaticano, Tarsicio Bertone, hace unas semanas- ha sido un «faro de civilidad» por los valores que, como sociedad, ha sabido proteger y aprehender en su convivencia. Los estamos perdiendo a una velocidad suicida y necesitamos una reposición de nuestra identidad colectiva con más urgencia que nunca. El vanguardismo relativista y permisivo en que en estos años nos hemos enfangado no sólo merma nuestro crédito de solvencia común, sino que, además, nos comienza a restar autoestima. Los crímenes abortistas de Barcelona tendrían que constituir un aldabonazo en la conciencia social porque la brutalidad y vesania de esos carniceros no deja de ser un signo del despiadado momento en el que discurre nuestro convivir.

El aborto, un fracaso colectivo

EDITORIAL.

MERECEN una profunda reflexión los datos sobre la práctica del aborto en España que hoy publica ABC. La expectativa de que en España pueda cerrarse el año con una cifra próxima a los 110.000 abortos, con un incremento estimado del 17 por ciento respecto al año anterior, demuestra una progresiva y preocupante aceleración de esta dramática estadística. A este ritmo, pronto habrá más del doble del número registrado hace diez años. Las cifras crecen en todas las comunidades autónomas, aunque se percibe una concentración de estas prácticas especialmente en Cataluña y también en Andalucía, Comunidad Valenciana, Madrid y Aragón. Es muy preocupante el crecimiento a ritmo acelerado en la franja de edad entre 15 y 19 años, es decir, mujeres que se encuentran en la adolescencia y la primera juventud. La introducción en su día de los tres supuestos de despenalización en el Código Penal, matizados por la sentencia del Tribunal Constitucional, parece ya superada por la realidad social. Es fácil constatar que muchas prácticas abortivas se desarrollan al margen de la ley, incluso en su interpretación más amplia posible. Como ocurre con alguna frecuencia en determinados indicadores sensibles de nuestra sociedad, hemos pasado de un extremo a otro: el escándalo de las clínicas de Barcelona ha destapado la existencia de verdaderas atrocidades, a la vez que se constata que España es hoy día el destino de muchas mujeres que no pueden abortar legalmente en su país de origen.

La rigidez en la aplicación de la ley y la «tolerancia cero» que el Gobierno impone en materias como el tabaco o la seguridad vial, parecen convertirse en permisividad absoluta cuando se trata del aborto. Miles de seres humanos no llegan a nacer a la vida extrauterina por causa de una legislación que se aplica de forma laxa y, en algunos casos, con un incumplimiento flagrante de los requisitos exigidos. El aborto no es moderno ni progresista, sino un reflejo del fracaso de los principios morales que vertebran la convivencia. La situación es peor todavía si no se cumplen las reglas que impone el ordenamiento jurídico y si las mujeres más indefensas son víctimas de desaprensivos que explotan esa debilidad para enriquecerse con negocios turbios. Los poderes públicos no pueden mirar para otro lado en un asunto de tanta gravedad. Como mínimo, es imprescindible una investigación eficaz sobre todos los casos que no se ajusten a la despenalización limitada que establece el Código Penal. Más allá del derecho vigente, la sociedad española debe iniciar un periodo de reflexión a la vista de los datos que hoy ofrece ABC. Una sociedad que presume de moderna y desarrollada no puede ser indiferente ante la extensión de este drama personal y colectivo.

España se acerca a los 110.000 abortos provocados en el último año

J.F.C. MADRID.

Las interrupciones voluntarias del embarazo (IVE) en las cuatro principales comunidades autónomas (Andalucía, Cataluña, Comunidad Valenciana y Madrid) han aumentado más de un 19 por ciento en el último año. Y junto a Aragón, el número de abortos supera los 75.000, según los datos oficiales de las distintas regiones. Estas cinco comunidades suponen entre el 69 y el 70% del total de abortos que se registran cada año en nuestro país, lo que significa que, si extrapolamos los datos, en el último año (2006) se habrían producido entre 108.000 y 109.000 interrupciones del embarazo en España, contra las 91.644 registradas en el año 2005. Si se confirman estas cifras, supondría un incremento medio en todo el país de un 17%.

Todo indica que las nuevas cifras del Ministerio de Sanidad sobre IVE en España superarán en cualquier caso y con claridad las 100.000 y serán más del doble de las registradas hace sólo diez años, cuando se produjeron 51.002 abortos. Además, y pese a la provisionalidad de los datos, sí se puede confirmar que sólo entre Andalucía, Cataluña, Comunidad Valenciana y Madrid (al menos 72.893 abortos) suman más interrupciones de las producidas en toda España hace sólo un lustro, cuando en 2001 la cifra alcanzó los 69.857. De estas regiones, Cataluña es la que lleva una mayor velocidad, pues en el último año (2005-2006) pasó de 16.905 abortos a 21.976, un 29,99 por ciento más.

Extranjeras

El número de interrupciones voluntarias del embarazo en nuestro país aumenta año tras año. Si por fortuna se estancase ese número por una vez, en cualquier caso la cifra final superaría la barrera de los cien mil. A los 75.713 (redondeando Madrid en 22.200, según cifras oficiales), habría que añadir 27.719 del resto de comunidades, más ciudades autónomas y mujeres extranjeras que viajan a España con el exclusivo afán de abortar. En total, se superan los 103.000. Esta última cifra debiera quedar (si se mantiene la progresión) entre 108.000 y 109.000, unas tres veces más que la vivida en 1990.

La situación con más detalle que se vive en las comunidades de Andalucía, Aragón, Cataluña y Comunidad Valenciana, de las que tenemos un mayor número de datos, es la siguiente:

Andalucía. En cinco años, de 11.697 abortos a 18.387. Un incremento en línea con Cataluña, aunque por fortuna se ha detenido algo en el último año con respecto a los anteriores. En lo que respecta a los grupos de menor edad, la situación ha mejorado, ya que han quedado «congelados» los abortos de menores de 15 años (115 por 112 en el último año) y en lo que respecta a las chicas de 15 a 19 años, con un ligero aumento (2.946 por 2.867). El problema es que las interrupciones en chicas de esta edad son más del doble que hace diez años.

Aragón. Mucho más tranquila es su evolución, con respecto a Andalucía, al pasar de 2.148 abortos a 2.820 entre 2001 y 2006, con un aumento medio en el entorno del 6 por ciento anual. Similar a los andaluces en el grupo de edad 15-19 años, esta vez con retroceso (325 por 329 en el último año), pero un incremento evidente entre las menores de 15 años, aunque son números muy pequeños: de siete a once. Puede ser un ejemplo de lo que debe estar sucediendo en algunas regiones de España, con cifras más calmadas que en Cataluña y Madrid, pero...

Cataluña. Tremendo toque en el último año, con un aumento superior al 30 por ciento, lo que supone 5.000 víctimas más entre 2005 y 2006, hasta acercarse a las veintidós mil (21.976 por 16.905). En todos los órdenes, la situación en Cataluña aparenta ser un caos total, con grave peligro para las menores de edad, pues el caso de interrupciones entre las que aún no han cumplido los 15 años casi se duplica: 100 contra 52. Además, en el grupo de 15 a 19 años el aumento es grave, pues pasan de 2.106 a 2.776. Habría que empezar a conocer de que edad son las mujeres (en su inmensa mayoría, extranjeras) que se sometieron a una interrupción voluntaria del embarazo en las clínicas ahora investigadas por la Justicia.

Comunidad Valenciana. Recién inaugurados los siete mil abortos al año hace un lustro, ya supera los diez mil, con especial incidencia en el último año, al producirse un incremento superior al 10 por ciento. También difícil de entender la evolución seguida por las menores de 15 años (aunque hablemos de números menores), al pasar de 39 abortos a 54. También es significativo que uno de cada dos interrupciones del embarazo se produjo en un centro público, siempre según los datos oficiales.

Futuro incierto

Parece, y según se comprueba el ritmo creciente de cifras y estadísticas, que en España el aborto no tiene posibilidad de un planteamiento nuevo. No se detiene el incremento, ni siquiera entre las menores (un 33 por ciento más entre las que no han cumplido los 15 años, de 210 a 280 y en el último año), y en esa franja de los 15 años a los 19 es constante, con un 3 por ciento de media, hasta superar los siete mil (7.416 en 2006).

2 comments:

Anonymous said...

Don José Antonio Zarzalejos....Hijo de Don José Antonio Zarzalejos Altares

Anonymous said...

Me parece realmente indignante que en un país, aparentemente tan desarrollado, sea lleven a cabo estas prácticas.
Tal vaz los padres crean que sus hijos no van a tener una oportunidad de llevar una vida digna pero existen muchos centros y recursos.
Estoy a favor de la legalización del aborto ya que si no fuera así, muchos padres recurririan a métodos más peligrosos en los que también pondrian su vida en juego.
Hay que cambiar esta mentalidad, potenciar el uso de anticonceptivos y, ante la situación de embarazo, no recurrir al aborto.