Por CÉSAR NOMBELA. Catedrático de la Universidad Complutense
... Hay mucho de mito, de apuesta por lo casi milagroso, en la propuesta de que la obtención de materiales embrionarios humanos es la única vía para nuevos tratamientos...
LA vida humana, la naturaleza del hombre como ser biológico, no puede escapar a nuestra valoración como especie que reflexiona sobre su propia existencia. Los hallazgos consolidados de la Ciencia aportan referencias detalladas sobre esa realidad. Pero nuestra autocomprensión tiene que impregnarse además de un trasfondo ético, como base de la moralización de la naturaleza humana. Tenemos la capacidad de reproducirnos y conocemos cómo nuestra dotación genética, procedente de nuestros progenitores, padre y madre, fundamenta biológicamente al nuevo ser, haciendo de cada uno de nosotros un individuo único e irrepetible.
Hace 28 años se desarrolló la reproducción humana asistida por fecundación in vitro, para procurar descendencia a personas que no podían procrear mediante la relación natural. Lo que siempre había sucedido en el seno materno -el comienzo de la vida de cualquier ser humano- podía tener lugar en el laboratorio, ser dominado y controlado. Los espacios de dominio humano sobre su propia naturaleza se ampliaban con ello a otras posibilidades; desde la creación deliberada de embriones con propósito distinto a la reproducción y el control biotécnico de la dotación genética del ser humano, hasta la misma selección de quién «tenga derecho» a existir, en función de sus características biológicas más fundamentales.
El comienzo de la vida personal siempre fue objeto de reflexión, pero apremiaba establecer los principios que inspiren el manejo de estas tecnologías. Un embrión humano, aunque sea generado in vitro, significa el inicio de la vida de un nuevo individuo de nuestra especie. Es la fecundación lo que marca un antes y un después en el desarrollo generador de cualquier ser humano. El proceso culminará con su nacimiento, de no existir defectos naturales que lo impidan o una interrupción deliberada que lo bloquee. De la consideración que merezca este embrión, de la dignidad que se le atribuya, dependen tanto las normativas legales como las referencias deontológicas de la práctica médica y la investigación en este campo. Algunos planteamientos tienden a rebajar la consideración del embrión humano en estas etapas iniciales; uno ha sido denominar «preembrión» al embrión preimplantatorio de los primeros catorce días. La designación carece de cualquier base científica, no obstante lo cual, se ha introducido profusamente en nuestra legislación. El otro señala que sólo después de un periodo de varias semanas de gestación uterina, con el comienzo de la organogénesis, el embrión podría merecer protección, por haber alcanzado suficiencia constitucional. Es una propuesta más sustanciada que el mero cambio terminológico, pero incapaz de contradecir el hecho de que todo el desarrollo embrionario es un proceso encadenado, sin que ningún otro hecho marque una solución de continuidad desde la fecundación.
El «Convenio relativo a los Derechos Humanos y la Biomedicina», aprobado por el Consejo de Europa en 1996, incluye un planteamiento serio, para el acuerdo internacional, sobre la protección que merece la vida humana embrionaria. Algunos españoles -no adscritos a tendencias que quepa calificar de conservadoras- destacaron en su promoción, lo que condujo a su ratificación por parte de numerosos países en la ciudad de Oviedo. El Convenio de Oviedo prohíbe expresamente crear embriones humanos con fines de experimentación, al tiempo que exige garantizar la protección suficiente al embrión sobre el que se experimenta, siempre para su propio beneficio. El convenio supuso una iniciativa de protección integral de los derechos de todos, desde las primeras etapas de la vida. Es algo que convendría recordar a quienes se empeñan en señalar que, una concepción rigurosa del valor de la vida humana embrionaria, pertenece solamente al ámbito de ciertas creencias religiosas.
En ocasiones, por el supuesto interés de nuevas investigaciones u otros motivos, se postula un apartamiento de los valores proclamados en el Convenio de Oviedo, con el consiguiente peligro que conlleva relativizar valores éticos por razones utilitaristas. Me referiré a tres aspectos de notable actualidad en iniciativas legislativas en marcha en España (leyes de reproducción asistida y de investigación biomédica).
Años de experiencia en fecundación in vitro, aconsejan limitar la transferencia de embriones para la gestación, incluso a uno en muchos casos. Sin embargo, la nueva ley en trámite vuelve a abrir la posibilidad de su creación ilimitada, dejando sin aplicación la razonable limitación que estableció la legislación de 2003. Era una limitación flexible, en función de razones médicas, cuya administración puede depender de la deontología profesional. Volveremos a una acumulación de embriones congelados en la clínicas, con lo que difícilmente se cumple el Convenio de Oviedo. Además, se justifica la creación deliberada de embriones humanos sobrantes, para la obtención de células madre de origen embrionario. Sin embargo, la normativa todavía vigente permite ya esta posibilidad, aceptando que los embriones generados para la procreación anteriormente, que existen en número elevado en estado de congelación, pero que no tienen otra alternativa que su destrucción, se puedan emplear para obtener estas células.
La nueva norma abre también la posibilidad de examinar embriones de muy pocas células, para gestar sólo aquel que pueda dar lugar a una persona con tejidos histocompatibles, que le hagan donante adecuado para tratar a otra. Ni siquiera se limita esta selección al beneficio de hermanos o parientes próximos, sino que se abre la posibilidad de autorizarlo para «terceros», a juicio de la Comisión de Reproducción Asistida. Se trata de un diagnóstico no exento de riesgos para el propio embrión, a juicio de algunos expertos. Además, el condicionar el nacimiento de alguien a su aptitud como donante de células, para lo que no tiene ciertamente capacidad de otorgar su consentimiento, suscita notables reservas sobre el respeto de su dignidad. Soy muy sensible al dramatismo de algunos casos, que empujan a la búsqueda de un hermano donante para tratar una enfermedad grave. Conviene recordar, sin embargo, que las posibilidades de que funcione son muy remotas, definitivamente hay que seguir apostando por la búsqueda de donantes entre el amplio repertorio de posibilidades que ofrecen los ya nacidos o sus células (cordón umbilical, por ejemplo).
Finalmente, la transferencia del nucleo de una célula adulta al citoplasma de un ovocito desnucleado, de tener éxito, conduce a un embrión clónico, no cabe buscar atajos terminológicos y llamarlo de otra forma. Descartada la gestación de ese embrión, lo único que cabe pensar es en utilizarlo para derivar células madre embrionarias, hoy por hoy, no utilizables en tratamientos, que ya se llevan a cabo experimentalmente con células madre adultas. Un escenario social, en el que la mujer fértil se vea sometida a demandas de sus gametos para tratamiento, en detrimento de su función reproductiva, resulta poco halagüeño.
Hay mucho de mito, de apuesta por lo casimilagroso, en la propuesta de que la obtención de materiales embrionarios humanos es la única vía para nuevos tratamientos. Desde el punto de vista científico, la cuestión está abierta al debate y la crítica, pero es de preocupar que dirigentes políticos o la opinión pública asuman la propuesta de forma acrítica. Creo importante defender un consenso social, que proteja la vida humana desde sus inicios, como la base para asentar cada vez más la protección de derechos de todos y el respeto a su dignidad.
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